(10 HISTORIAS DE AMOR O MUERTE)
COLOSOS EN LA ARENA (I)
El Cielo era un suspiro: desdibujado, vago, ni siquiera el contraste de una nube indecisa ensuciaba el azul de su inusitada claridad. El Sol arreciaba sobre la arboleda, luchando por alcanzar la hierba. El Mar era un atisbo de lejanos sonidos monocordes. Mi corazón, una sombra de su latir mediando en la distancia. Quise llegar a él, dejarme atravesar por su melodía existencial, sentirme vivo.
Abandoné el pinar y atravesé las dunas sorteando escollos de vegetal hiriente y sobrevolando las arenosas lomas. Sobre una de ellas, con la playa desierta ante mí, anhelando mi llegada, pude al fin contemplar la fuente de aquellos sonidos. Penetraron en mí y se fundieron con el silencio de mis gritos sagrados. Éramos uno sólo, mecidos al compás de ese latir que transforma materia en energía y que más tarde reclama sus muertos para iniciar el ciclo.
Me aproximé a la orilla y me dejé caer sobre la arena, arrodillado. La majestuosa presencia de mi entorno me hizo sentir pequeño, imperceptible casi... ¿Cuál era mi papel en aquel escenario de colosos que limitaban la proyección de mis sentidos impidiéndome ver más allá de sí mismos? ¿cómo pude pretender que mi llegada cobrara para ellos algún significado, ¡oh, vanidad, vanidad!, cómo pude pensar que me esperasen? Qué insignificante mi presencia entre aquellas rocas susurrando recuerdos de rostros olvidados; aquellas dunas hablándome de luchas milenarias bajo el embate de las olas sobre la eternidad de su leve morir; aquel espacio Madre, acuoso, ante el cual los sentidos apenas son rocío de la noche implorando que se demore la mañana.
Tracé un círculo alrededor, dejando un pasillo abierto en dirección al Mar. Era un mensaje de amor, un deseo sublime de conectar con Él. Me entregué al arrullo de sus rompientes olas y a las caricias del Sol y la brisa salobre sobre la desnudez de mi cuerpo, sobre mi rostro, sobre mis párpados cerrados...
Cuando abrí los ojos la vi allí, a unos pasos de mí, deslizándose sobre las aguas orilladas, hermosa, portadora del esplendor salvaje que emite un cuerpo robusto y apretado, perfilado por sinuosas formas. Se adivinaba en ella esa lascivia visceral que estremece la libido para acabar cediéndole al deseo cualquier parcela que antes habitara la razón.
Si se acercase a mí, si me tocara, quizás no quedase mucho más que esperar, pensé. Tal vez no importe morir tras ese instante en que sueño y deseo se amalgaman y transforman en palpitante realidad. Y esperé con la fe de quien espera algo que ha de ocurrir inevitablemente, sin forzar su desenlace.
Al llegar a mi altura se paró. Ya no existía el Mar. El Sol era una sombra, una duda, una nada. El trotar de las olas eran golpes de sangre corriendo por sus venas. La espuma eran los flujos de sus carnes abiertas. La brisa era su aliento. El calor era el fuego de su piel. Y la luz, su luz, era un sendero abierto a mi destino; era vida, ilusión, referencia, asidero... Me sentía brotar pensando en poseerla: recorrer su piel, succionar sus rincones, penetrar sus puertas y renacer en ella.
Se agachó e introdujo sus manos en el agua. Refrescó sus muslos, su pecho, su rostro... me miró levemente y prosiguió su camino.
Poco a poco se fue diluyendo en el paisaje. Mientras sus caderas se iban estrechando hasta llegar a ser sólo una línea en el pétreo horizonte, el Sol comenzó a brillar de nuevo, esta vez con más fuerza, y el Mar, enfurecido, a gritar su canción sobre la blanda arena.
Un pene erecto luchaba por liberarse del opresivo traje de baño. Permití que el Sol lo acariciara. El Mar comenzó a susurrarme eróticas canciones y la espuma a navegar delirante sus olas, lamiendo el fresco lomo para penetrar luego el receptáculo arenoso de la Tierra.
Mi glande parecía a punto de estallar. Lo rocé con la mano y respondió al estímulo. Comencé a masturbarme, primero lentamente, al ritmo de las olas, sintiendo su lamer, lamer de arenas; después con avidez, volando con la brisa, abriendo de par en par los poros de mi piel para sentirla, para permitir que su frescura se internase hasta lo más profundo de mi ser y me ayudara a liberar resortes y recorrer secretos laberintos de goce dispersos por el Cosmos...
La Semilla en el agua, remontando las olas en busca de su origen, era aún vida, energía cobrada a la materia, esencia creativa nacida de la bestia. La pasión de mi entrega mantendría ya abierta para siempre la puerta: una puerta de acceso a ese jardín divino, quizás desconocido para aquel que se siente extraño y vulnerable, mortal entre inmortales de colosal presencia.
ALBORADA (II)
Las pequeñas parcelas, delimitadas por zarzales y muros de piedra, denotan una explotación agraria minifúndica, una propiedad del suelo diseminada y limitada a modestas haciendas ganaderas y cultivos exclusivamente familiares. La hierba está muy alta, a punto para que las guadañas la quiebren por su base. Con ella caerán también las amapolas que hoy salpican levemente de rojo el verde jugoso de los prados.
Al fondo, las montañas enmarcan un paisaje de primavera que se agota. Por encima, un sol agonizante proyecta sus rayos contra los ventanales. Penetran a través del cristal y se unen al monocorde traqueteo del ferrocarril para provocarle un sopor pegajoso y volátil que lo sume irremisiblemente en un plácido letargo. Las imágenes pasan sin consistencia alguna, en una sucesión caleidoscópica: pomaradas, campos alfombrados de margaritas, rosas florecidas entre los arbustos, se amalgaman con los recuerdos en una absurda mezcolanza de colores y formas.
Cree verla caminar entre los manzanos, luciendo un vestido de novia, de blanco virginal, y tenderse después sobre las flores, solícita, amorosa, esperando a su amante, esperándolo a él. Se ve a sí mismo despojando de una rosa al rosal para ofrecérsela. Siente un pinchazo agudo, y luego otro, y de sus manos comienza a brotar sangre, una sangre muy roja que tiñe el blanco níveo de su ofrenda. Se dirige hacia ella, dejando tras de sí un rastro ensangrentado; mas al tender su mano tan sólo encuentra el lecho.
La idea de perderla le produce un extraño vértigo. Intenta abrir los ojos, pero la luz inunda sus pupilas y le obliga a cerrarlos. Ahora está convencido de haber acertado con su decisión...
El Sol se oculta tras los riscos de poniente. Bajo la tenue luz crepuscular, el valle asemeja una mullida alfombra salpicada de añejas construcciones. En su centro, como cada día de San Juan, se levanta un año más el entarimado de madera. Los músicos ultiman los preparativos para dar comienzo a la verbena. María escucha los primeros acordes de afinamiento. La atraviesan, inquietan su ánimo y aceleran su corazón ante el temor de una cita frustrada. Mira su reloj. Casi tres horas de retraso.
A su alrededor, niños corriendo y jugando en medio del gentío, conversaciones en tono alto y festivo, risas y chorros de sidra estrellándose en el interior de los vasos. En un extremo de la plaza, una gran pila de cartones, cajas y muebles destartalados preparada para la quema de las doce. Anunciará el final del día más largo del año, en homenaje al Sol, rasgando con una luz humana las oscuras entrañas de la noche.
Las miradas de los mozos recorren nerviosas los corros de muchachas, en busca de una sonrisa cómplice que prometa aceptarlos como compañero de baile. María escruta con ansiedad las manecillas. Una de las tres amigas que forman corro con ella, se percata y se burla sin malicia. Lucha por contener las lágrimas que anidan en sus ojos, prontas a desbordarse. Sólo ella sabe que si Juan no acude a esa cita, todo habrá terminado entre los dos. Rumbas y pasodobles sobre yerba recién cortada. Huele a verde, a un verde húmedo mezclado con aroma de manzana fermentada y sudor de macho en celo. María no baila. Sólo espera. Espera y piensa en él, en su olor, en sus caricias atrevidas y certeras -tanto tiempo reprimidas por ella- en el contacto de su piel, de su sexo...Le parece imposible que desaparezca para siempre de su vida, así, como en un feo despertar de un sueño que cada vez se le antojaba más real. Precisamente ahora, tras haberse entregado a él por completo, harta de soportar su acoso durante más de un año. Juan nunca se retrasa. Su madre tiene razón: "Todos los hombres son iguales. Todos persiguen lo mismo. Anda con cuidado. Recuerda cómo se casó tu hermana, deprisa y corriendo. A ver si al menos tú llegas entera al matrimonio. No te dejes engañar... "
Se prometieron amor eterno. Incluso habían hablado, durante los últimos meses, de boda, de hijos, de compartir sus vidas. Eso sí, él dejó bien claro que mientras no terminara la carrera no se casarían. Todavía le faltaban dos años, si estudiaba con tesón y no repetía ninguna asignatura. A ella le parecían una eternidad. Deseaba abandonar cuanto antes el campo, las labores ganaderas, y compartir con él su proyecto de alcanzar un trabajo digno y una buena posición social. No comprendía muy bien el significado de dichas aspiraciones. A decir verdad, cuando hablaba de esas cosas no le entendía en absoluto; pero se imaginaba en un confortable hogar, equipado con los electrodomésticos más caros y avanzados, o paseando por las calles de la ciudad, luciendo los modelitos de temporada, esos que aparecen en las "revistas del corazón", siempre realzando los encantos de otras.
María también es hermosa. Muy hermosa. Y ella lo sabe. Ha repartido "calabazas" entre la mayoría de los mozos del pueblo. No se resigna a ser una aldeana durante toda su vida, como su madre, como su hermana. Ambiciona escudriñar horizontes más amplios y sugestivos. Por eso es tan selectiva. Hace mucho tiempo que dejó de bailar con los chavales del pueblo. Y a los foráneos los despedía en cuanto descubría que eran campesinos. Juan se convirtió rápidamente en su norte. Colmaba todos sus anhelos: esbelto, bien parecido, culto... y un futuro ingeniero. Por fin la vida adquiría sentido .Y se enamoró, con un amor apasionado que poco a poco fue minando sus defensas hasta postrarla a los pies del deseo, del gozo, del verdadero amor.
Y ahora, de repente, su "príncipe azul" se desvanece y el castillo se transforma nuevamente en arena. Ya no vestirá los trapitos de moda. Se siente condenada a ocultar su belleza bajo aquellas ropas ajadas y anacrónicas, la mayoría heredadas de su hermana, y al igual que ésta, empujada a casarse con algún palurdo del pueblo que le hará trabajar como a un animal más de los establos, suponiendo que alguno la acepte tras haber sido cortejada por un novio durante tanto tiempo. Y, además...
María no baila, sólo espera. Mira su reloj. Una lágrima inunda el cristal de la esfera. Se aleja del gentío y cobija su intimidad bajo un roble centenario. Y llora, llora con amargo desconsuelo, su rostro en contacto con la corteza, entregando su sal a la tierra mientras el carrusel continúa girando y sus amigas bailan a ritmo de rumbas y pasodobles.
Media docena de vacas pastan en una finca. Empiezan a verse algunas casas aisladas. Siluetas humanas perfiladas sobre tierra desnuda, arada recientemente. Un perro pastor se separa de su amo para perseguir al tren. Le ladra con rabia, tratando de ahuyentar a un intruso grotesco que parece darse a la fuga. Se para en la linde y vuelve orgulloso la vista hacia su dueño. Los postes del tendido eléctrico tardan más en pasar. Un silbido agudo y prolongado le devuelve plenamente la conciencia. El Sol, casi oculto por completo, ya no molesta a sus ojos. Una construcción de planta baja. Varias puertas. En una de ellas un letrero: "Muros de Nalón" . A lo lejos, majestuoso, un caserón indiano. Detrás, las montañas, siempre las montañas dominando el paisaje, erguidas bajo un añil limpio, inusitado en esta tierra de nubes y lluvias celestiales. El tren se para. Un hombre se apea y abraza a una mujer que paseaba por el andén. Se besan. Una lágrima resbala fugaz por su mejilla. Bonito rostro, a pesar de ello. Y bonitas piernas. Las observa, pero piensa en las de María, mucho más asequibles. Piensa en el poder de las mismas, en la manera que lo están arrastrando, contra toda lógica, hacia la más servil veneración. Se levantan ante él, tal dos grandes pilares sustentados por los cimientos de la belleza y el amor, invulnerables a los consejos de su padre o a las opiniones de sus amigos. Ni siquiera un glorioso futuro aguardando la culminación de sus estudios, parece amenazar la estabilidad pétrea de esos muslos.
El tren se pone en marcha. La pareja avanza por el andén, ella aferrada al brazo del hombre. Sus piernas, sus caderas, se van estrechando hasta formar una linea difusa en la lejanía. Los labios de Juan dibujan una sonrisa irónica. Se pregunta qué tipo de influjo irracional le ha obligado a tomar ese tren y dirigirse a su encuentro, tras haber dejado partir el anterior. Pero aún está a tiempo. En realidad resulta muy sencillo apartarla para siempre de su vida, recuperar las riendas y olvidar aquel escabroso asunto. Basta con no acudir a la cita. Ella comprendería. Debe decidir con premura. Su destino es la siguiente estación.... El corazón comienza a latirle aceleradamente, como al contemplar la marcha del primer tren, y siente de nuevo el mismo extraño vértigo.
María recuerda entre sollozos la breve y tirante conversación mantenida el domingo pasado:
-Mira, Juan, no quiero ir a ese sitio. Ni a ese ni a ningún otro. Tengo tanto miedo de hacerlo, como de contárselo a mis padres. Pero no estoy dispuesta a abortar.
-María, por favor... ¿cómo puedo hacerte comprender que no es el momento adecuado?... He de terminar mi carrera. ¿Quieres que me ponga a trabajar y tire por la borda todos estos años de duro esfuerzo? ¿que renuncie a mi futuro?...
-Tu futuro está aquí, en mi vientre, y tú pretendes matarlo. Eres libre, Juan... Yo he decidido ya y no pienso cambiar de idea.
-Te quiero, María, pero me pones entre la espada y la pared. Mis padres no quieren ni oír hablar del asunto. No están dispuestos a ayudarme si decido casarme. Han depositado en mí toda su ilusión, toda su esperanza... No sé cómo acabará esto. Necesito pensar con claridad. Hasta el próximo sábado, a las siete, donde siempre...
Ni siquiera la besó al despedirse. Fue un adiós seco, distante... Un adiós que la dejó sin habla. Y sin decir palabra, lo vio alejarse camino del apeadero, con su americana de domingo, sus pantalones a juego, la raya bien planchada, el porte regio, la espalda ancha...
-María, ¿qué haces aquí llorando como una tonta? Anda, vuelve con nosotras...
-Voy en seguida, Gloria. ¿Tienes un pañuelo?...
-Toma. Y alegra esa cara, chica, que no se para el mundo porque te den un plantón. Vamos a bailar y a pasarlo bien. No todos los días es fiesta.
Retorna al grupo, pero no baila. Sólo espera. Gloria la mira con desaprobación cada vez que rechaza una oferta de baile. María sonríe con tristeza. Su nariz y sus ojos brillan, húmedos y enrojecidos aún, bajo las luces de colores recién prendidas. Alguien sujeta su brazo por detrás, invitándola a bailar. Ella se suelta bruscamente, sin volver la mirada. El chico insiste y la aferra con más fuerza. María gira su cabeza, dispuesta a enfrentarse a él.
-¡Juan!...
Se miran fijamente a los ojos. Ella cree leer en ellos una frase de amor. El sostiene su mirada y descubre, en ese mismo instante, dónde radica el poder de su misterioso encanto. No sólo en sus piernas. La mira de arriba abajo y esboza una sonrisa que a María le recuerda una alborada. No hacen falta palabras. Se besan con ternura.
Camino del maizal, hablan de matrimonio, de hijos, de trabajo... Juan le acaricia el vientre y piensa que a su lado quizás no importe tanto ese futuro programado por él, o por otros, no está muy seguro. María sueña de nuevo, mas no con vestidos de moda y cocinas de lujo, sino con permanecer eternamente entre sus brazos, aunque para ello haya de convertirse en un animal más de los establos.
Ahora hacen el amor. Más tarde danzarán alrededor de la hoguera, embrujados por el resplandor de las llamas, ajenos a la realidad que los circunda, abrazados a algún sueño lunar. La Vida sonríe. Hoy es fiesta, también para ellos dos.
EL MAR ...HA MUERTO (III)
Amaneció despacio, con la exasperante lentitud de las horas de insomnio, interminables. Cuando sonó el despertador, me pareció que tan sólo unos segundos antes había plegado felizmente mis párpados; pero en seguida recordé los últimos números observados en el digital: las cuatro y veinte. Me felicité por haber logrado dormir tres horas escasas y me pregunté nuevamente el motivo de tanta excitación. No era la primera vez que iba al campo, ni tampoco la primera ocasión en ser "abandonado" por mis padres durante sus vacaciones estivales. He de admitir, sin embargo, que la situación incluía cierta dosis de novedad, ya que no iban a alojarme donde lo hacían de manera habitual, es decir, en casa de mi abuelo o de mi tía. No, ese agosto mis maletas portaban una dirección inusitada: "Campamento de Trabajo Astur".
A pesar del empeño de mi padre en presentármelo como el lugar idóneo donde vivir una aventura paradisíaca, continuaba sonándome a "campo de concentración". Intuía, además, que después de suspender cinco asignaturas, de siete, ningún padre le regala a su hijo un pasaje al Edén. De modo que pasé la noche imaginando las siniestras desventuras que me aguardaban en no sé qué montes situados en los abismos de este mundo, alejados del más mínimo atisbo de civilización, en algún recóndito paraje deshabitado, intransitado y casi inaccesible.
Mis únicos contactos con el campo se habían limitado a esporádicas excursiones realizadas con el colegio, tan programadas como aburridas. Nos dirigíamos a algún pueblo del cinturón exterurbano y pasábamos la mañana visitando enmohecidos museos etnográficos o monótonas exposiciones. Siempre me parecían la misma. De regreso, una comida campestre compartiendo nuestros alimentos con hormigas, moscas, avispas y demás fauna salvaje. Realmente aborrecible. Tan sólo conservo en mi memoria un recuerdo agradable de uno de esos viajes, concretamente de uno efectuado tres meses atrás: la fotografía de dos jóvenes, de diferente sexo y edad similar a la mía, bañándose en el mar, con las olas rompiendo sobre su cintura. Mi abuelo ya me había hablado, por aquel entonces, de un pasado no lejano en que el Mar era fuente de vida y lugar preferido por la gente para bañarse y disfrutar del tiempo libre. Mas sólo al contemplar aquella imagen, fui capaz de creerle. Sus miradas reflejaban un mar limpio y vigoroso, verde como sus iris. Y el blanco de la espuma, salpicada sobre su piel de bronce, sobrecogió mi alma. Un deseo sublime de sentir su contacto, su frescor salvaje y virginal, invadió todo mi ser. A partir de ese día me empeñé, de manera obsesiva, en obtener una copia exacta de aquella foto en la pantalla de mi ordenador; pero no conseguía apresar el verde de sus ojos ni el blanco espumeante de las olas, a pesar de mi gran habilidad y experiencia con el tratamiento de imágenes.
- ¡Te digo que no se trata de un castigo, Darío! - repetía mi padre al despedirme sobre el andén de la estación de aerobuses -Tan sólo pretendo mantenerte alejado de ese maldito ordenador durante un mes. Ya tienes dieciséis años. Es hora de comenzar a pensar en el futuro, en qué quieres ser el día de mañana. Allí tendrás tiempo para meditar. Quizás un día me agradezcas esto.
El tono alto y tajante de su voz me persuadió de que no valía la pena replicar. Subí a bordo y ocupé mi asiento. Miré a mi madre. Sonreía como una estúpida. Jamás les odié tanto como en el instante que el vehículo comenzó a moverse mientras yo perdía la esperanza de que uno de los dos lo detuviera en el último momento. Intenté levantar el brazo para despedirme, pero una rabia densa me lo impidió. Mi mirada se nubló y una lágrima rodó por mi mejilla, presagiando el doloroso fin de una andadura, a la vez que anunciaba otra nueva, en solitario, una etapa escabrosa cuyo punto de partida era ese viaje, sin retorno, hacia la madurez.
El Sol penetraba con fuerza a través del cristal. Recosté mi cabeza en el asiento y dejé vagar mis pensamientos libremente. Días atrás, mientras trabajaba en la reproducción fotográfica, se me ocurrió que conocer el Mar podría proporcionarme la inspiración necesaria para concluir mi obra. Tras unos días de asedio, harto de escuchar mis ruegos, el abuelo decidió mostrármelo.
Una valla metálica de dos metros de altura se extendía inexpugnable a todo lo largo de la costa. A su través pude contemplar una masa oscura, oleaginosa, impulsarse desde el horizonte hasta la orilla como un cadáver depositando pedazos de sí mismo sobre arenas y rocas, pedazos sucios, viscosos, repulsivos, que lo teñían todo de un negro sepulcral. Allí no había verdes mágicos ni blancos virginales. Donde esperé hallar una inspiración vital y colorista, sólo encontré desolación y muerte.
Comprendí al momento por qué aquellas excursiones organizadas por la escuela nunca tenían como destino alguna playa. Y comprendí la sórdida complicidad de los adultos para ocultar las causas que condujeron a su esterilidad y a su muerte: Se sentían todos culpables, al menos con nosotros, a causa de la herencia transmitida. Incluso mi abuelo, a pesar de haber militado en su juventud en el Partido Ecologista, compartía esa culpa. Cuando hablaba del Mar, se posaba sobre sus ojos un velo de tristeza y su rostro dibujaba una mueca de resentimiento y pesar al mismo tiempo. Quizá no llegaron a hacer todo lo que estaba en sus manos para evitar la tragedia. Tal vez nadie lo hizo.
-Jovencitas, jovencitos, bienvenidos al Campamento de Trabajo Astur. Como director del programa, voy a introduciros un poco en el contenido del mismo: su origen, sus objetivos y las tareas que os serán encomendadas durante vuestra estancia en este lugar. Supongo que la mayoría de vosotros no habéis tenido un contacto directo con el campo. Provenís del asfalto. Sois entes urbanos, adaptados a una forma de vida artificial, aparentemente al margen de cualquier dependencia de la Naturaleza. Pues bien, los preparados dietéticos y las cápsulas sintéticas que nutren vuestro organismo, el agua que os sacia la sed, incluso el aire que respiráis dependen de ella en su totalidad, de su equilibrio, un equilibrio cada vez más inestable después de la tragedia. Os preguntaréis de qué tragedia hablo. La mayoría permaneceréis impasibles cuando lo revele, porque sois incapaces de comprender su alcance. No puedo culparos por vuestra ignorancia, pero sí intentar mitigarla. Si al término de estas originales vacaciones, compruebo que algunos de vosotros habéis abandonado esa pose de indiferencia que ostentáis ahora, me sentiré satisfecho. Por lo tanto, os confiaré el secreto : El Mar...ha muerto. - Lo dijo con dolor, como quien anuncia la muerte de un ser querido. Aquel hombre barbudo, cejijunto, de aspecto asalvajado y mirada penetrante, al que todos llamaríamos más tarde Profesor, me fascinó desde el primer instante.
-Bueno, resumiendo, este proyecto nace de una necesidad ineludible: ayudar a la Naturaleza en el mantenimiento y recuperación del citado equilibrio. Su principal objetivo es familiarizaros con las técnicas que nos permiten cooperar con ella. Dedicaréis las mañanas al aprendizaje teórico y las tardes a los trabajos prácticos. La limpieza y repoblación de zonas montañosas será vuestra ocupación primordial. Tenéis la oportunidad de descubrir hermosos parajes naturales, bien conservados. Pero conoceréis también otros que el hombre ha transformado en auténticos basureros o cenicientos cementerios. El trabajo será duro y el tiempo libre escaso. Sin embargo, cuando la experiencia concluya, espero que a muy pocos les siga pareciendo un trabajo. Portaos bien y procurad disfrutarla. Os prometo que al menos os resultará inolvidable. Podéis estar seguros. En mí hallaréis un profesor y un amigo . Si necesitáis alguna cosa, si os surge un problema, del tipo que sea, acudid sin reparo. Bienvenidos de nuevo y hasta mañana, a las ocho en punto. Buen provecho.
Esa misma noche conocí a Sonia, o mejor dicho, nuestras miradas se cruzaron por primera vez , allí, en el comedor, durante el discurso del Profesor. Sus ojos poseían algún poder magnético que atraía mi atención inevitablemente. No obstante, y a pesar de pertenecer los dos al mismo equipo de trabajo y pasar juntos varias horas al día, nuestra relación se limitó en principio a furtivas miradas y tímidos saludos.
Al cabo de dos semanas ya diferenciaba todos los árboles autóctonos y conocía una gran parte de la fauna asturiana. También había plantado alrededor de cincuenta coníferas, en su mayoría pinos del país. La tarea de repoblación me satisfacía de manera especial. Sembrar vida en zonas desertificadas se convirtió en un estímulo tan poderoso, que muy pronto mi cabreo inicial se transformó en creciente interés y en un sentimiento de realización personal desconocido hasta la fecha. Me sentía útil por primera vez.
Aquella tarde el helicóptero aterrizó sobre un paraje desconocido, muy elevado. El piloto nos entregó los planos acotados y nos explicó someramente las características del lugar. Una línea roja delimitaba el contorno de la zona de limpieza y unas cruces verdes señalaban los puntos donde deberíamos plantar los árboles. Sacamos estos del portaequipajes, junto con la herramienta de trabajo, y nos pusimos manos a la obra. No volvería a recogernos hasta las ocho. Teníamos por delante cuatro horas de intensa actividad. Como de costumbre, procuré mantenerme lo más cerca posible de Sonia.
Sin percatarnos, nos habíamos quedado solos mientras contemplábamos maravillados la espesura verde que se extendía a lo largo de la cañada y aquella especie de cortina acuosa estampada en el paisaje, a lo lejos, sobre un pequeña claro del bosque. Al mirarnos, una sonrisa cómplice asomó a nuestros labios. Lo que parecía haber sido una antigua pista forestal, serpenteaba ladera abajo, transformada en angosto sendero debido al avance inexorable de la vegetación. Le cogí la mano, nos miramos de nuevo y sin mediar palabra iniciamos el descenso.
A medida que bajábamos nos adentramos más y más en el bosque. Robles, castaños y abedules ascendían majestuosos en busca de un espacio en el cielo, empujados por el correr de las décadas y la fertilidad de la tierra. El Sol apenas lograba alcanzar la hierba y los helechos. Se filtraba, tamizado por las copas de los árboles, y creaba bajo la verde bóveda un ambiente acogedor, intimista, iluminado por una especie de luz crepuscular. De repente me detuve...y la besé, con un beso limpio que dejó en sus labios un temblor de ingenuidad y una llamarada de deseo. Sonrió. Me pregunté si sería, también para ella, el primer beso. Proseguimos nuestro camino.
Tras dos horas de bajada comenzamos a llanear. Un ligero rumor nos sorprendió. Tratamos de adivinar su procedencia, pero sólo cuando se transformó en estrépito, comprendimos al fin el origen del mismo. Para entonces ya habíamos divisado el río. Desde el margen del monte contemplamos asombrados el colosal torrente. El sol caía con fuerza sobre la brecha abierta en medio de la fronda e inundaba de luz la espuma que se elevaba embravecida sobre los rompientes rocosos. Al fondo, a unos doscientos metros, se alzaba majestuosa la cascada, arrojando con furia sus aguas desde veinte metros de altura. Nos descalzamos y remojamos en la orilla nuestros cansados pies. Aliviados y descalzos, continuamos nuestro camino, ribera arriba, en dirección al salto.
El ruido era ensordecedor. Quise decirle que la amaba; pero mis palabras enmudecieron bajo la voz atronadora de la Naturaleza. La cascada formaba en su caída una diminuta laguna, un remanso de límpida y tranquila belleza, increíble ante la visión de las impetuosas aguas, tan sólo unos metros más abajo. Nuestros sudorosos cuerpos sucumbieron ante aquella invitación a la frescura, al abandono...al amor. Nos desnudamos raudos y nos metimos en el agua, entre risas y gritos, eufóricos de felicidad.
Dio cuatro brazadas y desapareció bajo las aguas para emerger más tarde, como uno de esos delfines del Zoológico Marino, con medio cuerpo afuera. La catarata al fondo, e impresionada sobre ésta, Sonia, escultural y espúmera, ofreciéndose a mí con una luz esmeralda en sus pupilas. Era, por fin, el Mar, un mar que me llamaba, vivo, real, a su encuentro. Penetré en él como si se tratase de un místico bautismo . Hasta pude saborear la sal al diluirse el sudor de mi cuerpo.
Me reuní con ella. Nos abrazamos bajo una lluvia de gotas vaporosas. Entrelazamos nuestros cuerpos y formamos un sólo ente con la masa acuosa. Un beso jugoso, salvaje, selló las bocas y despertó al amor...
Cubrimos nuestros cuerpos con un manto de noche salpicado de estrellas. Ajenos totalmente a la realidad que aguardaba fuera de aquel escenario, vivimos allí un sueño de pasión y ternura, y así, como en un sueño, rodamos sobre la hierba, anclados a la tierra, disfrutando su olor y su frescura. Saciada nuestra sed, la noche nos venció. Dormimos hasta el alba, arrullados por el latido maternal de la cascada.
Ya era casi mediodía cuando nos divisó el helicóptero, después de concluida la ascensión.
-Bueno, Darío, creo que nos debes una explicación. Te aseguro que nos habéis hecho pasar un mal rato. Os hemos buscado hasta el anochecer, y después hemos pasado toda la noche en vela.
El Profesor fijó en mí una mirada severa, inquisitiva, en espera de una explicación convincente, sin engaños.
-Me parece que no voy a poder ofrecerle una disculpa satisfactoria, Profesor.
-No me trates de usted. Ya os he dicho que no me agrada ese tratamiento, ¿de acuerdo?. Bien, prosigamos. Si no os perdisteis, se puede saber qué pasó entonces?.
-Pues... -Aquel personaje me caía cada vez mejor. Mi mente se esforzaba en hallar una respuesta razonable, pero no la tenía- ¡Ya lo sé!¡fue la cascada!...¡Nos embrujó la cascada...!
-¿La cascada?- preguntó escéptico el Profesor.
-Sí. Nos atrajo, sin que pudiéramos evitarlo, como si tuviese imán. ¿No conoce...no conoces el salto?. Se ve desde la cima donde nos dejaron ayer.
-Ah...Te refieres al Salto de la Aurora. Lo conozco, claro que lo conozco. Demasiado bien...
-Es...maravilloso.
-Bien, bien, así que fue eso, Darío...¿Y si te dijera que a mí me sucedió algo parecido? Bueno, no tuve tanta suerte: yo bajé solo. Me enamoré de ese lugar. Lo limpié, recuperé su entorno... En otros tiempos llegaba hasta allí una pista de tierra. Ya sabes lo que eso significa: vehículos, saturación de gente, montañas de basura... En los últimos años, apenas hemos recibido solicitudes para visitarlo, a pesar de que ahora es un bello y solitario paraje...o quizás debido a ello. La gente prefiere pasear al amparo de la bulliciosa urbe...Sí, Darío, claro que lo conozco, es probable que de no haberlo conocido no estuviera ahora aquí, en este despacho, dedicando plenamente mi vida a la Naturaleza, al mantenimiento del delicado mecanismo ecológico de nuestra Región. Cada año que pasa disminuyen las lluvias, deja de manar alguna fuente, se reducen los cauces de los ríos...Si en unos pocos años no logramos recuperar una extensa superficie marina, la Tierra comenzará a transformarse en un desierto. El Salto de la Aurora será tan sólo una roca reseca y silenciosa.
- ¡Sería terrible, Profesor!¿No se está haciendo nada al respecto?.
-Están en marcha algunos proyectos. Este es uno de ellos. La Comunidad Internacional ha tomado conciencia de la dimensión del problema; pero nos enfrentamos ante el mayor reto que se le ha presentado al hombre para preservar su supervivencia. Cientos de especies animales han desaparecido en los últimos cincuenta años y otras tantas están en peligro de extinción en la actualidad. A largo plazo, únicamente unas pocas familias de insectos y reptiles serían capaces de sobrevivir en un planeta sin vegetación ni agua potable. Debemos aunar esfuerzos para evitar la catástrofe. Uno de los problemas más graves con que nos enfrentamos es la escasez de recursos humanos. Existen pocos técnicos, pocos investigadores...A pesar de la fuerte financiación del Programa de Saneamiento Marino, que goza de prioridad en los presupuestos generales de todas las Federaciones, no existen ni una formación anterior en materia ecológica ni un interés actual por el tema en nuestros estudiantes, lo cual no es de extrañar en una sociedad como ésta, recluida dentro de su propio caparazón, ajena a cualquier contacto externo, a una mínima relación con su entorno natural, con sus orígenes. Francamente, no comprendo cómo pueden vivir así...pero esa es otra historia.
Bueno, Darío, ya había notado en ti una creciente preocupación por nuestra tarea. Dentro de unos días te habrás ido, pero creo que podemos contar contigo, y con algunos de tus compañeros, espero. No te preocupes por nada. Me inventaré una excusa para la Junta Rectora si me prometes que no volverá a suceder. Como comprenderás, hemos de mantener la disciplina. Todavía sois unos críos, aunque estéis en una edad en la que se madura muy aprisa. ¿De acuerdo, Darío?...
-Por supuesto, Profesor. Y gracias...por todo.
Lo primero que hice al llegar a casa fue conectar el ordenador. Realicé las modificaciones pertinentes en los programas de textura y selección de color. En un par de horas pude ver concluida mi obra. La impresora me entregó una copia exacta de la fotografía, al menos comparándola con la impresión que la misma había dejado en mí. Luego, llamé a Sonia.
-Hola, Sonia. Lo he conseguido, a la primera...Sabía que funcionaría.
-Enhorabuena, Darío. Se acabó la obsesión, ¿verdad?.
-Mi única obsesión eres tú, bruja. ¿Nos vemos esta tarde?.
-Recuerda el trato que hicimos. Únicamente así podremos conseguir nuestra meta. Es preciso estudiar con tesón, cielo. Hasta el sábado...
-Eres tan hermosa como cruel. Adiós. Besos.
Le puse la caperuza protectora a la computadora. Así permaneció durante mucho tiempo. En menos de un mes, preparé y aprobé las cinco asignaturas pendientes. Mis padres no daban crédito a sus ojos. No tuve más remedio que reconocer el acierto de mi padre al haberme enviado a ese lugar. Me sentía poseedor de una claridad y confianza desconocidas. Sabía perfectamente lo que deseaba y la manera de conseguirlo. Y contaba, además, con el apoyo, con el amor de Sonia. ¡Qué emocionante y espléndida se presentaba de repente la vida!...Todo cobraba un sentido lógico y maravilloso. Por fin tenía una misión, una tarea especial confiada expresamente a personas especiales. Me sentía único, diferente, con identidad propia entre la multitud. Y eso me gustaba, reconfortaba mi espíritu y me proporcionaba la fuerza necesaria para clavar mis codos sobre la mesa y enfrentarme con aquellos librotes de texto que no hablaban de bosques, ni de flores, ni hacían referencia a cauces secos o mares agonizantes; pero que suponían una barrera ineludible para alcanzar mi objetivo o una necesidad para adquirir los conocimiento precisos que me permitieran en el futuro dedicar mi trabajo, y mi vida, a esa gran empresa que me había impuesto: Salvar el Mar .
MI AMOR SOÑADO (IV)
La luna llena se desparrama por los renegridos edificios, suavizando la encrucijada de sombras y silencios. Miles de mosquitos pululan al calor mortecino de los escasos faroles, depositando heces y alientos, pisadas y revuelos sobre el cristal. Aquí y allá se asoman al pavimento gris siniestras hendiduras de rectilíneas formas con una separación equidistante. Expelen hediondas bocanadas que invitan a la náusea, en una evocación de catres sudorosos y sartenes de costra centenaria humeando entre paredes sucias, erosionadas por el tiempo y los ladridos de perros hambrientos.
Una mujer recorre nerviosa la acera en un vaivén interminable. Su bolso modula, al girar, un silbido de espera lacerante. Se para bajo uno de los faroles. Sus piernas ascienden, desde los altos tacones hasta la breve falda que apenas oculta sus nalgas, aprisionadas en cárceles de nylon de traslúcido e inquietante carmesí. Su pecho rebosante parece tratar de liberarse reventando botones y corchetes. Pechos y piernas pretenden adornar, como atributos aislados, un cuerpo de medidas uniformes en el que caderas y cintura se adivinan un único sistema de carnes flácidas y achaques celulíticos. Una mugrienta cabellera rubia salpicada de vetas violáceas, cae lacia, sin vida sobre sus hombros.
El ruido de un motor acercándose llama su atención. Sus manos retocan pelo y vestimenta en un gesto mecánicamente repetido. Al llegar a su altura, las luces de freno se encienden, a la vez que un siseo escapa a través de la ventanilla. Ella recorre la pasarela imaginaria de su grotesco desfile cotidiano.
-¡Hola, cariño! ¿damos un paseíto?- propone la ramera.
Se oye un siseo procedente del interior del vehículo.
-¡Por ese dinero ni te lo enseño! ¡Sólo se lo doy gratis a mi chulo! ¡Anda, a ver si te enculan por ahí, mamón!
-¡Y qué quieres con esa pinta, tía guarra, si deberías pagar tú para que te echen un polvo!
-¡Hijoputa, maricón, vete a metérsela a tu madre...! -Los gritos se funden con el rugido del motor al acelerar...
-¿Has visto a ése? ¿ No lo quería gratis el muy...? Oye, no creas que soy así de arisca. En realidad soy muy cariñosa. Pero qué jovencito tan guapo. Mira, voy a hacerte un precio especial, y a gusto del cliente, ¿vale? ¿Qué es lo que más te gusta, mi amor...?
Lo sujeta del brazo con una de sus manos, casi con brutalidad, y comienza a hurgar en su bragueta con la otra. Una lengua violácea asoma entre sus labios, con un gesto tan provocador como grotesco, pretendiendo despertar en él un deseo imposible. Sus largas pestañas postizas aletean torpemente, mientras sus ojos lo miran esperando respuesta. Arrugas y cansancio surcan el empolvado rostro y revelan su trágica existencia.
-Vale tío, tranquilo. Menuda nochecita...
El joven continúa calle arriba, apresurando el paso. Acerca la muñeca y pulsa la luz del digital: las once quince. Temprano aún para la cita . Su corazón se acelera al recordarla...
El canto arrullador de las olas, lamiendo las arenas, pareció cesar cuando su llanto se esparció con la brisa. Me senté a su lado y permanecí en silencio durante largo rato. El tiempo se deslizaba a la par que la arena entre mis dedos. Dejó de llorar y me miró un instante, de reojo.
-¿Por qué llorabas?
-Era una noche tan hermosa...
Al oír su voz sentí un escalofrío. Era como si una melodía tierna y fantasmal a la vez, emergiera de una sima insondable. Sus notas arrastraban tras de sí ecos cavernosos; pero la canción susurraba luz y terciopelo.
-¿Acaso no continúa siéndolo?
-Ya no es la misma. Tú la has roto.
-Lo siento. Será mejor que me vaya...-hice ademán de levantarme.
-Quédate si lo deseas...Ya no importa.
Suspiré aliviado. Hubiera muerto en ese instante si no llega a pedírmelo.
-Es tan bella tu voz...si el Mar sonara igual, me pasaría la vida escuchándole.
-Si supiera hablar no podrías amarlo.
-Si nos contara cuanto sabe...
-¿Qué ha de saber? También él es prisionero de la Tierra. Y aunque supiera, seguramente no lo entenderíamos.
-Puede que sí. Debes tener en cuenta los avances técnicos. La ciencia ha hecho posible la comprensión de otros lenguajes. Hoy en día, mediante ordenadores, se puede descodificar la información y acceder al...
-¡No, por favor! -me interrumpió con brusquedad -Me aburre la Ciencia. Y más aún sus sacerdotes. Son tan sólo una secta de vanidosos pretendiendo explicar lo inexplicable. Te cantaré una canción.
La brisa jugaba con su pelo y acariciaba su piel, recorriendo voluptuosa sus caminos. Se dejó caer sobre la arena. Sus iris se inflamaron de luz al retener la Luna cautiva en su mirada.
-El amor es un leño
Que la mañana apaga,
Al despertar del sueño
Y abandonar la cama.
El amor es un fruto
Que el tiempo hace rodajas,
Al sentir nuestra ruta
Perdida entre mortajas.
El amor es un cuenco
Que termina hecho añicos,
Al llenarse de trampas
Y de Amor ir vacío.
El amor...
No pude resistir por más tiempo la atracción de su voz...de su boca. Posé mis labios en los suyos suavemente y sellé su boca con un beso. Nos abrazamos, con ternura primero; con vehemencia después, cuando nuestros sexos, humedecidos por el goce, se acoplaron entre sí y con las constelaciones, diminutas frente a la inmensidad de nuestra dicha. Hicimos el amor durante toda la noche. Cuando las primeras luces de la aurora turbaron la quietud solemne de las sombras, sumergimos nuestros cuerpos en las frías aguas.
Juntos, de la mano, salimos del Mar como si fuera por primera vez, como si acabáramos de evolucionar de ese medio e intentáramos adaptarnos a una Tierra hostil. Sentí su silencio acariciar el mío, confirmar mi ansiedad ante el espejo. Un beso frío, impersonal; una fecha, una hora...el nombre de una calle, su número, su piso, su letra...su mirada opaca, impenetrable...su esbelta figura alejándose en el alba, su caminar sinuoso, su...
-¡Eh, no me has dicho tu nombre...!
Prosiguió su camino sin mirar atrás...
Un gato salta repentinamente del interior de un cubo de basura. El susto lo deposita otra vez sobre el asfalto.
-¿Será posible que un barrio tan oscuro pueda albergar a un ser tan luminoso? -se pregunta mientras escruta con avidez los números de los portales.
-Trescientos cuarenta y tres, trescientos cuarenta y cuatro...Pronto volveré a estrecharla entre mis brazos.
Trescientos cuarenta y siete. Entra en el portal y busca el pulsador a tientas. Su mano rastrea la pared hasta tropezar con él. La tenue luz le permite observar una cavidad desoladora. Grietas y desconchones adornan las sucias paredes que una vez fueron blancas. El ascensor está averiado. Sube por la escalera, con el temor de que la luz se apague de nuevo.
-Sexto B, sexto B- se repite una y otra vez, tratando de bloquear sus pensamientos, de ahuyentar el miedo , el deseo de huir escaleras abajo y abandonar aquel barrio siniestro.
-Necesito llegar hasta su puerta. Seguro que a su lado cambia el escenario. Cada vez me parece más increíble que ella viva aquí.
Llega al fin, fatigado por la carrera. Pulsa el timbre . La puerta se abre poco después, con un leve chirrido.
-Perdón, me he equivocado.- Un extraño personaje aparece ante él, con su cuerpo embutido en un albornoz y la cabeza en una toalla, irreconocible bajo aquella penumbra propia de un velatorio.
-No, pasa; soy yo. ¿Has venido corriendo? Todavía es temprano. Acabo de salir de la ducha. En seguida termino de arreglarme.
Su voz le suena metálica y lejana, totalmente distinta. Lo introduce en una pequeña sala contigua a la cocina. Un repugnante olor a aceite quemado y tripas de pescado llega hasta allí.
-¿Has cenado ya? Estoy friendo sardinas; si te apetecen...
-No, gracias, ya he cenado -le contesta, hambriento y asqueado a la vez.
-¿Quieres tomar algo?
-Eso sí. ¿Qué tienes?
-No mucho, pero te voy a servir un licor preparado por mí. Espero que te guste; es afrodisiaco.
-Pon otro para ti - le sugiere con picardía.
-A mí no me hace falta. Espera un poco y verás...
Pincha un disco y se va a cenar. Ruidos de platos y cubiertos acompañan la triste melodía a ritmo de blues. De vez en cuando echa un trago de aquel licor azul, dulce y excesivamente espeso. Prende el tercer cigarrillo. El tiempo se le antoja anclado en alguna sima insondable ...Sin embargo, aún sigue llorando la voz de la cantante.
Aparece en el umbral, velada por el humo, con una mano apoyada en el marco y la otra sobre su cintura desnuda. Se aproxima con lentitud. Cuando su cuerpo comienza a dibujarse, se queda perplejo: Todo él es una masa absurda, sin formas ni ataduras. Su rostro, surcado por arrugas centenarias, da la impresión de haber sufrido horribles quemaduras. Lo mira con descaro, deslizando su lengua entre los labios en un gesto lujuria delirante.
-Es una broma, ¿verdad?...Tú no eres ella.
-Soy la misma que amaste durante toda una noche en la playa desierta.
-¡No puede ser! La otra era hermosa, escultural. Tú, en cambio...¿Quién eres?¿Qué relación tienes con ella?
-Yo soy tu amante. Soy como tú me creas. Tú me das forma y plenitud. Soy tan sólo un espejo que refleja tu imagen, tu mundo y tus deseos.
-Me estás tomando el pelo. Yo sigo siendo el mismo y amando la belleza. Eres tú la deforme, no yo.
-El amor es un leño que la mañana apaga...Ja,ja,ja,ja,ja...
Se levanta, iracundo, y la zarandea como a un muñeco.
-¡¡Dime dónde está!! ¡Te juro que si le has hecho daño...!
Sus fuerzas lo abandonan de repente, invadido por una extraña sensación de ingravidez. Se siente flotar, transportado por la risa de aquella mujer.
-Amor mío, seré tuya de nuevo...- le hunde sus desdentadas y babeantes encías en la boca.
Al vomitar recobra la lucidez. Unas repugnantes flemas azuladas salpican el rostro de ella. Advierte que le ha drogado. Sale tambaleándose del cuarto . La risa brota nuevamente desde algún rincón extraño, lejos de la razón. Recorre un pasillo interminable hasta alcanzar el pequeño hall. Al pasar frente el espejo recuerda sus palabras y no puede dominar la tentación de mirarse. El reflejo lo deja petrificado.
-¡Es su cara, es mi cara...!
Por fortuna, su pánico es superior a su asombro. Con gran esfuerzo, desvía la mirada, abre la puerta y sobrevuela, sin saber cómo, los peldaños que le conducen a la calle.
-¿Cómo he podido transformarme en eso?...- se palpa el rostro con sus manos- ¡Pero qué tontería! Deben ser los efectos de la droga, de aquel licor nauseabundo...
Vuelve a notar una sensación rara. Se siente subir, subir, subir...
Debido a la huelga de azafatas, no se ofrecen bebidas a bordo del avión, a excepción de los whiskys que el propio comandante de la nave sirve a los pasajeros. Como éste es el único miembro de la tripulación, necesita conectar el piloto automático para desarrollar su caro servicio: quinientas el sencillo y novecientas el doble, hielo aparte. En una de sus pasadas le pido uno doble. Reclino el asiento y me dispongo a leer cómodamente un periódico. De improviso una cálida mirada se posa en mi bragueta. Le guiño un ojo. A mi lado hay un asiento vacío. Me hace una seña para comprobar que puede ocuparlo.
-¡Cómo no! Será un placer viajar con usted.
Abandona su asiento y se encamina hacia mí, con sus ciento ochenta centímetros de morenas y arrogantes curvas coronadas por un ensortijado cabello negro.Me gustaría ser tu churro, pienso. Parece un gran tazón de chocolate desbordándose a mi lado.
-¿Speak english?
-Yes -le contesto, mostrándole el "Times" en posición inversa. Sonríe, alardeando de una interminable fila de buen marfil africano. Sus labios permanecen entreabiertos, insinuantes, provocando en mí un deseo incontenible de introducirle "algo" en su interior.
Le meto la lengua hasta la tráquea y sin pensarlo dos veces comienzo a acariciar sus muslos, desnudos bajo la exigua minifalda. Los separo levemente, para permitir que mi mano alcance su entrepierna. Sus bragas están húmedas.
La llegada del comandante con el whisky paraliza la escena. Lo derrama torpemente sobre el pecho de mi acompañante. Se disculpa, nervioso, y se ofrece a secarla con su pañuelo. Se lo prohibo tajantemente, alegando que es mío y que estoy decidido a bebérmelo de todos modos. Le pido otro y me pongo a lamer los firmes senos tras liberarlos de su escotado habitáculo. Succiono con mi boca hasta la última gota, recalando por momentos en sus erectos pezones morenos.
Cuando regresa el piloto con un nuevo doble, me entrega un vaso sucio, pringoso. Por su mano se desliza aún el blanco semen como prueba irrefutable de haberse masturbado en la cabina.
-¡Es usted un cerdo!-le increpo, y estrello el vaso a sus pies.
Ni se inmuta. Contempla a la chica durante unos segundos y se arroja sobre ella. En ese momento el aparato inclina el morro y comienza a descender, mientras el muy cabrón grita enloquecido que ha olvidado ponerlo en automático. Se incorpora para intentar llegar a la cabina; pero la inclinación del avión y su propio impulso le hacen caer de bruces contra el suelo. Al caer se clava en la sien los cristales del vaso que porta aún las huellas de su ya último orgasmo.
Perdemos altura vertiginosamente. Los pasajeros gritan histéricos, insultándose unos a otros. Ella aferra mi mano y me mira con una mueca de desesperación retorciendo su rostro. Clavo mi mirada en sus ojos y, arrebatado por la pasión, le propongo morir follando.
-¡Please!¡Please!
Se coloca de espaldas, con la cara apoyada en el asiento delantero, ofreciéndome la inmensidad de sus nalgas. Deslizo apenas unos centímetros su falda y admiro en toda su plenitud un paraíso azabache, blanqueado levemente por unas trasparentes y diminutas bragas de seda. Se las bajo de un tirón y sin más preámbulos le introduzco mi verga hasta las bolas, ávido de lucha y de placer.
El avión baja y baja mientras yo subo y subo. Nuestros gemidos se pierden entre el griterío común de la desesperanza. Cada vez que arremeto contra su culo, me acerco un poco más a la explosión. Mi boca reseca contrasta con la humedad de su sexo, tentándome a bajar para libar sus jugos; pero el tiempo apremia, de modo que olvido mi sed y acelero el ritmo en la recta final, consciente de que es mi última carrera. Muy cerca del final, cuando ya puedo distinguir los árboles a través de la ventanilla, me disperso en un orgasmo cósmico.
Una sensación de vértigo cruza sus entrañas y lo devuelve a la calle, concretamente al interior de un portal. La misma puta que había repudiado antes, está a punto de terminar el trabajo, con su pene en la boca. Relame el esperma hasta la última gota y le exige que le entregue el dinero. Paga lo requerido y sale del portal, totalmente desconcertado.
-¡Vaya globo que llevas, tío. Mejor te vas a casa...!
Desanda su camino, calle abajo, vacío y desolado, intentando poner en orden sus ideas para encontrar alguna explicación racional a lo que le está sucediendo. Le resulta imposible concentrarse, pensar con claridad. Abandona la lógica y centra toda su atención y su esfuerzo en salir cuanto antes de aquel maldito lugar.
Camina durante mucho tiempo, hasta que al fin el horizonte de hormigón se abre ante él. Comienza a percibir el olor del mar y atisba sus latidos. Mas sólo al contemplarlo desde el muro que rodea la playa, se convence por completo de la realidad de sus vivencias.
Desea hundir sus pies en la arena y dejarse envolver por el arrullo del mar. Pasea por la orilla fundiéndose con él, con su paz. De pronto llega a sus oídos un murmullo conocido, y anhelado también. Se sienta a su lado, en silencio. Pronto cesa su llanto.
-El amor es un leño
Que la mañana apaga.
El amor es un sueño
Que navega tu almohada...
Al despertarse nota una humedad viscosa en la entrepierna, adherida al pijama. Se dice, mañana recorreré de nuevo aquella playa...
TÍMIDAMENTE SUYO (V)
En repetidas ocasiones había decidido no volver a hacerlo. Sin embargo, medité una vez más durante unos segundos el saludo apropiado, la pose correcta y la bebida ideal para esa hora y me dirigí a la entrada.
Estaba prácticamente vacío. Tan sólo una pareja jugando al billar y un joven sentado a una de las mesas diseminadas alrededor del mismo, con una cerveza en la mano. Al fondo, tras la barra, ella fumaba un cigarrillo. Con un brazo doblado, apoyado en el otro, lo mantenía a la altura de su boca. Llevaba puesto el vestido malva, el de la primera vez. Así la veo cuando aparece en mis sueños, cuando pienso en ella, en sus ojos, en esa frase que quedó por decir o aquella palabra que no debí pronunciar, estúpida, fuera de lugar...
Me senté frente a ella. Posó en mí su mirada, sin hablar, sin inmutarse apenas.
-Un cuba de ron...-Seré estúpido, otra vez olvidé saludar antes, pensé. Me maldije por ello y permanecí en silencio mientras me servía la bebida.
-Gracias. -Tomé el vaso y bebí con avidez, simulando una sed inexistente. Ella forzó una mueca que no pude adivinar si denotaba cansancio o pretendía esbozar una sonrisa. Me miró fugazmente, dio media vuelta y se puso a hurgar en un cajón.
Me encanta tenerla así, de espaldas, para poder observarla libremente, para estudiar sus formas, sus movimientos, protegido del embrujo de su mirada. Sus ojos son ventanas abiertas a un mar azul, en calma, pero cubierto por una densa bruma que nubla mis sentidos y me impide pensar con claridad. Esos leves instantes en que sus pupilas se encuentran con las mías se me hacen eternos, insoportablemente largos.
-Por favor, ¿me quitas el hielo? -Se volteó. Su larga cabellera rubia ensayó un acorde en el aire y esparció un humo denso, nuboso. Buscó las pinzas y sustrajo con lentitud los cubitos...
Todos sus movimientos evolucionan bajo un ritmo casi imperceptible. Esto crea a su alrededor una atmósfera fantasmal y mágica a la vez. Pareciera jugar con el tiempo, manejarlo a voluntad; creo que incluso podría pararlo si quisiera. Algunas veces, cuando estoy seguro de no ser sorprendido, imagino que lo hace y me mantengo inmóvil, sin respirar apenas, mientras sigo con los ojos su silueta. Sólo algún suceso inconexo, como el inicio de una nueva canción o la entrada de un cliente, me hace percibir un escalón en el tiempo.
Posó de nuevo el vaso y me miró, esta vez fijamente. Sentí mi corazón desbocarse, fuera de control, a la vez que un extraño e inquietante vacío se instalaba en la boca de mi estómago. Mi mente comenzó a trabajar con frenesí, como si estuviera viviendo mis últimos instantes, entrelazando ideas, ordenándolas y conectándolas a una velocidad y con una precisión insospechadas. Jamás lo había tenido tan claro en toda mi vida. Sabía perfectamente lo que deseaba decirle. ¡Sólo tenía que empezar...!
Desvié la mirada y simulé buscar un cigarrillo. Palpé los bolsillos de mi chaqueta; pero no hallé más que el mechero. Me maldije de nuevo.
-¿Tienes tabaco?
-¿Qué tabaco quieres?
-Es igual...rubio.
Abrí el paquete y saqué uno. Lamí el filtro, como de costumbre, lo prendí y aspiré hondo. Eché la cabeza hacia atrás y expulsé el humo lentamente , notando con alivio cómo bajaba la presión en mi interior.
Se fue al otro extremo de la barra y se sentó en un taburete. Me sentía incómodo; pero al menos había desaparecido ese vacío en el estómago. Bebí un par de tragos y me dediqué a rememorar mi frustrado discurso:
"Es posible que ni siquiera te hayas fijado en mí. No vengo mucho por aquí y, francamente, he luchado por no volver a hacerlo. Sin embargo, algo me impulsa a entrar de nuevo. Ese algo eres tú. Si existe el Destino, nosotros estamos predestinados el uno para el otro. Si existe el Amor, no lo concibo sin ti. Si realmente hay otra Vida, se encuentra tras el iris de tus ojos, en el abismo de tu mirada marina...
La entrada de una chica atrajo mi atención. Cruzó el local, dejó a su paso una atmósfera saturada de perfume y se dirigió hacia ella. Sobre sus caderas una breve minifalda, debajo unas bonitas piernas, arriba un busto bien contorneado, afirmado por una ceñida blusa abotonada hasta el cuello. Parecían tener la misma edad, treinta y tantos , más o menos la mía. Se besaron, acercó un taburete y se pusieron a charlar , una a cada lado de la barra. El nivel de la música me impedía oírlas; pero no verlas. De vez en cuando lanzaba una mirada furtiva a sus piernas, las cuales, al cruzarse, delataban unos muslos soberbios, poderosos. En uno de esos lances, la camarera le hizo una seña a su amiga y ésta giró la cabeza. Aparté la mirada de inmediato. Tomé un trago, nervioso, sabiéndome sorprendido y observado. Posé el vaso de nuevo y decidí ir al servicio.
Mientras orinaba, proseguí con mi discurso:
Quizás tengas esposo, hijos, un piso por pagar y un coche que limpiar. Yo también poseo algo parecido. Debido a ello, es probable que en tus aspiraciones, en tus planes futuros, no encaje la aventura. Lo comprendería de la misma manera que comprendo nuestra adicción a la seguridad, a la comodidad y a la costumbre. También conozco el precio que hemos de pagar por esas drogas. Si te sientes vacía, atormentada por la soledad y el desamor...Si estuvieras dispuesta a seguirme...
Tiré de la cadena y salí. La música cesó en ese momento. Al pasar junto a ellas, de regreso a mi asiento, pude escuchar una parte de su conversación:
...no sé, chica. ¿Y es un cliente habitual?
-No viene a menudo, pero hace más de un año que aparece de tarde en tarde.
-Bueno, mujer, si en todo este tiempo nunca te ha molestado...
-Si apenas habla; ni siquiera saluda al llegar...Lo que me preocupa es esa forma que tiene de mirarme. A veces siento miedo. Es tan raro. De verdad, no sé si contárselo a Juan, no sea que el día menos pensado...
Apuré el cubalibre, deposité el dinero sobre la barra y salí del bar apresuradamente, con la firme intención de no regresar jamás.
Con el tiempo he llegado a convencerme de que todo fue un malentendido. No es posible que se refirieran a mí. A pesar de no haber conversado con ella, todavía, seguro que ha aprendido a leer en mi mirada de la misma manera que yo leo en la suya.
Esta misma tarde pasaré por allí. Clavaré mis ojos en los suyos y sin pestañear siquiera, le diré...
LLUVIA (VI)
A través de una ventana de la vieja estación, observo desconcertado la lluvia, la misma lluvia que tanto he aborrecido siempre y que ahora me produce de improviso una sensación agradable, a pesar de caer con furia sobre el andén.
Al otro lado del cristal, el agua crea caprichosos senderos que confluyen a veces inesperadamente en un único cauce. Quizás como nosotros, pienso. Y asalta mi memoria el recuerdo de otra tarde lluviosa, también de otoñal anochecer, cuando a través de un vidrio mojado, la contemplé por vez primera. María. Irradia María una luz propia que rodea su ser de un aura mágico, de inocente candor. Un rostro angelical suaviza el erotismo de sus túrgidas formas...
La veía desnudarse casi todas las noches en la habitación de aquel hostal barato, frente a mi apartamento. Comenzó siendo un entretenimiento casual, pero pronto se transformó en pura obsesión: Permanecía horas enteras escondido tras los visillos, a la espera de una breve aparición suya en el balcón; vigilaba su siesta vespertina; custodiaba sus sueños durante interminables noches de insomnio...
Tres pitidos prolongados y estridentes anuncian la inminente llegada del ferrocarril. ¿Su llegada?. Un fuerte chaparrón, apenas contenido por mi paraguas, me recibe en el exterior de la vieja estación. Mi corazón late sin control y una oleada de ansiedad inunda mi interior...
Lo mismo que sentí aquella mañana, enmarcada también, ahora que recuerdo, por una densa lluvia, cuando escuché su voz por primera vez y sus pupilas se grabaron para siempre en las mías.
Derrotada, con los ojos enrojecidos, sus lágrimas prontas a desbordarse y empapada de la cabeza a los pies, posó en mi su mirada desde el lado opuesto de la calle, mientras ambos aguardábamos el verde del semáforo, un verde que se obstinaba en no aparecer. Nos detuvimos en medio de la calzada.
- ¿Puedo ayudarte en algo?- La cubrí con mi paraguas. Me sonrió como un náufrago aferrándose a un tablón en medio de la mar.
- Gracias. El viento...- me mostró un paraguas destrozado -Además se me ha roto un tacón. Y, no te lo vas a creer: operan del corazón a mi madre dentro de una hora.
Las lágrimas rodaron al fin por sus mejillas. Le ofrecí mi brazo y la acompañé al hospital. Recorrimos en silencio la considerable distancia que nos separaba del mismo. Comencé a agradecer, no sabía a quién ni me importaba, la adversidad de aquellas dos mujeres.
Mientras esperábamos el desenlace de la operación, me contó primero entre sollozos todos los detalles de la enfermedad de su madre. Después, bajo un clima paulatinamente serenado, iniciamos las confidencias.
Nuestra amistad fue mudando,
con la lluvia como fondo,
de deshielo sosegado
a torrente impetuoso.
En aquel cuartucho inmundo,
por influjo del amor
en paraíso transformado,
sobre blancura lunar
yacimos apasionados.
Fui remanso, enredadera,
fuelle, pistola, navío,
bebí de todas sus fuentes
y desvelé los secretos
de su ser enardecido.
Alcancé la mar en ella,
y la paz, y mi destino,
y tendí mi alma errabunda
junto al coral cristalino
prisionero de los siglos.
Mas niña de pueblo era,
de horizontes amarillos,
planos y sin arboleda:
hija de la propia tierra.
Después de mucho rogar
temeroso a las estrellas
para que no sucediera,
un día me lo anunció:
su madre estaba repuesta.
En el hospital el alta
le entregarían mañana.
Retornarían al pueblo
con el despunte del alba.
Era nuestra última noche
la noche que se escapaba
desgranada entre mis dedos
como arena calcinada.
Prometí hacer eternos
barrotes de sus brazos;
sus piernas anudarme
con apretados lazos;
comer su carne roja,
beber de su saliva,
pisar sobre sus huellas
si conmigo volvía.
- ¿De qué vives, poeta?-
me preguntó evasiva.
Antes de conocerte
vivía entre tinieblas,
nutrido por las verdes
semillas de la espera.
Un amargor de bilis
con cada nueva cena,
un parto de estupores
y de ánimas en pena
como abortado aliño
de todos mis poemas.
Ahora que han madurado,
que a rojo y sabroso fruto
las semillas han tornado
y a mi corazón de luto
de serpentinas y luces
el amor ha engalanado,
vivo de tu voz, tu aliento,
del sonido de tus pasos,
de tus seductoras formas,
del calor de tu regazo;
vivo de la propia muerte
de mi infortunio pasado.
Mortalmente me herirías
si no vuelves a mi lado.
- Me espera un novio en el pueblo
con férreas manos de arado
para arrancarle a la tierra
sus frutos a manotazos,
para regar los viñedos
y fertilizar el páramo
con el sudor de su frente,
sudores de esclavo y amo.
Surcará sobre mi piel
besos de sudor y orgasmo
que sembrarán en mi vientre
nuevo sudor para el campo.
Pero habrán de ser felices
los hijos que yo he soñado,
junto al fuego en el invierno
con un pan en cada mano.-
Yo, al abrigo de la tierra
no puedo ofrecerte tanto.
Te brindo la mar inmensa
y el arrullo de su canto,
salitre de aguas inquietas,
fosforescentes estelas
que nos están aguardando
para recorrerlas juntos,
sin prisa y sin equipaje,
ligeros como la brisa,
sobre su espuma flotando.
Y si oscurece el paisaje
bajo el clamor de los truenos
y el relámpago acechante,
¿no habremos de hallar un puerto,
ancho, seguro, sereno...
que proteja nuestra nave,
abanderada de amor
atravesando los mares?
-Ámame otra vez, poeta,
disipa con tu bravura
de macho estremecedor
la niebla de mi ignorancia,
las luces de mi razón.-
Una fecha, una estación,
una cita apresurada;
en su boca una esperanza
que su mirada negaba,
en sus manos una flor,
la oscura flor de la nada.
Un paquete de esperanzadoras cartas y una escueta y definitiva nota en la última:
Paco me ha pedido que me case con él. No puedo continuar con este juego. Me estoy volviendo loca. He decidido tomar una decisión y me he impuesto un plazo para ello. Por favor, Rubén, si no bajo el domingo del tren de la tarde, olvídame. Te amo.
Las ruedas rechinan durante unos segundos, hasta que la máquina se para por completo. Los viajeros comienzan a descender. Escruto con avidez sus siluetas, sus cabellos... los rostros se desdibujan velados por la tromba de agua y la escasa iluminación. Una ráfaga de viento moja mi cara y me obliga a cerrar los ojos. Al abrirlos la veo en la escalerilla, resplandeciente, inconfundible. Me acerco a ella. Una nueva racha voltea mi paraguas y destroza las varillas . Lo arrojo al suelo, con un gesto de resignación. Ríe, como ríe el Sol al despuntar el alba. La abrazo desesperadamente, temiendo que toda ella sea un sueño, un sueño acuoso a punto de derramarse por el suelo. Un beso tierno, jugoso...real, inaugura un futuro de dicha compartida, de amor, bajo la lluvia.
EPITAFIO DE SILENCIOS (VII)
La miré de soslayo, intentando descifrar sus pensamientos a través de sus gestos, de su mirada errante y de un ligero devaneo de sus manos, sin interferir en ellos, como mero espectador de un paisaje inquietante.
El viento mecía sus cabellos dejando al descubierto un cuello justo sobre un cuerpo aún hermoso, moldeado por el acrílico de su escueto bikini. Su piel brillaba tersa, salpicada de gotas y de sal arrastrándose impúdicas, sobrevolando curvas y pliegues definidos sin exceso. Sus pezones erectos señalaban una nube indecisa cruzando un azul limpio, inusitado en esta tierra de lluvias y grises celestiales. No pude resistir por más tiempo el deseo de abordarla.
-Hola; estoy aquí...
-Hola.
-Un duro por tus pensamientos. -Rodeé con el brazo su cintura y la atraje hacia mí. Mi mano resbaló por su cadera.
-No valen nada.
-Eso me gustaría decidirlo yo. -Acaricié su nalga y comencé a jugar con mis dedos bajo el bañador. Ella giró su cabeza para inspeccionar la retaguardia.
-¿Quieres dejar las manos quietas?.
-Si estamos solos. No hay un alma en toda la playa.
-Es igual...puede aparecer alguien en cualquier momento. Además, no tengo ganas de historias. -Apartó mi brazo con brusquedad.
-¡¿Se puede saber qué te pasa?!
-No me pasa nada...¡Y no me grites!
-Si no te ocurre nada, podrías dejar de comportarte como si yo no estuviese aquí.
-Simplemente, tengo un día tranquilo, ¿te parece mal?...
Se paró frente a mí y clavó su mirada en mis ojos, con una sonrisa desafiante en sus pupilas. Traté de descubrir en ellas algún indicio que explicara su actitud; pero era como asomarse a una sima de fondo inescrutable. Me tomó de la mano y me invitó a correr por la orilla. Salpicamos nuestros cuerpos con un agua fresca, confortable, que despertó mis sentidos al ritmo cada vez más rápido de nuestra alocada carrera. Exhaustos, sin respiración casi, nos dejamos caer sobre la arena entrelazados en un fuerte abrazo, tierno y desesperado a la vez, con la pretensión de cerrar una vez más las viejas heridas por donde supura nuestro amor, transformado en odio cuando discutimos. Dimos varias volteretas y finalmente permanecí sobre ella, inmóviles los dos, y acallamos nuestras risas con un beso jugoso, interrumpido tan sólo para permitir que el aire penetrase de nuevo en los pulmones.
Una ola vino a morir bajo nosotros. Desenredé su pelo, dejándolo flotar a ambos lados de su cara. Sus ojos me miraron levemente, para después cerrarse. Su boca se entreabrió y la rosada lengua diluyó la sal de unos labios carnosos, prominentes. Quise seguir a ésta a través de aquella cavidad y llegar a las sagradas profundidades de su ser, donde liberar los resortes que la hicieran volar.
Lamí sus labios, salados todavía, e introduje mi lengua con lentitud, paladeando, disfrutando cada milímetro que avanzaba en su interior. Jugó un poco con ella y la mordió después, con dulzura, pero a la vez animándome a sacarla. Besé sus ojos y deslicé seguidamente mis labios por su cuello, mordisqueándolo hasta alcanzar el lóbulo de su oreja.
-Estás para comerte -le susurré al oído. Mis manos acariciaron su nuca y sus caderas. Noté mi pene erecto, oprimido por el traje de baño. Lo liberé, dejándolo vagar entre sus muslos. Al intentar bajarle el tanga, me sujetó la mano.
-Aquí no, por favor...
-Pero Sonia; si estamos solos.
-Ya sabes que me corta hacerlo así...pueden vernos.
-¿Y qué hago con esto?- le pregunté señalando una verga a punto de estallar.
-Si quieres te hago una paja.
-Para eso no te necesito.
-Está bien, te la chupo; pero busquemos un sitio discreto.
Siempre me ha fastidiado su exagerado sentido del ridículo, sobre todo en ocasiones como ésta, en que la belleza del acto y la espontaneidad del momento deberían superar cualquier barrera, cualquier preocupación por algo ajeno a nuestro propio escenario, a nuestras sensaciones. Hemos discutido mucho por ello, demasiado. Le he recordado a veces que de solteros lo hacíamos en los lugares más inusuales; donde dictara el momento, donde acuciara el deseo. Quizás éste era entonces más poderoso que sus miedos. O tal vez ya no disfrute tanto...qué sé yo. El caso es que en diez años de matrimonio, sólo en una ocasión hemos hecho el amor de esa manera: con peligro de ser sorprendidos. Y fue precisamente en una playa, entre las dunas. A pesar de la emoción, resultó más bien decepcionante, pues ella se mantuvo tensa y distante durante todo el acto. Creo que incluso le hice daño. Con el tiempo me he acostumbrado -qué remedio- a estos reveses. De vez en cuando se compadece y soluciona el "problema" a su manera. Una buena manera, por cierto.
Cruzamos la playa en dirección a unas rocas suficientemente altas y estratégicamente ubicadas para que ella se sintiera segura.
Se arrodilló ante mí y me bajó el bañador hasta las rodillas. Mi pene apareció duro y altivo, deseoso de secarse bajo un sol que lo acarició con fuerza todavía, pero más deseoso aún de humedecerse con la tibia saliva de su boca. Lo sujetó con una mano e inició una serie de besos y leves mordisqueos en toda su longitud. Jugó con el glande entre los labios, mientras lo lamía con la punta de su lengua, dejó que penetrase de improviso en su boca y lo aprisionó por la corona succionándolo acompasadamente durante un rato. Lo sacó y lo hizo resbalar sobre su rostro de lado a lado, ensalibándolo a su paso.
Esperé con ansiedad el momento en que lo introdujera de nuevo en el cálido habitáculo, pero aquel no llegaba. Le sujeté la cabeza y la obligué prácticamente a devorarlo. Se lo metí hasta la garganta y comencé un ligero vaivén, cuya velocidad fui incrementando poco a poco. Pellizcó mis nalgas, en un intento de detener mi carrera. Paré de inmediato, mas no pude evitar que mi cintura continuara contorsionándose de placer. Lo mantuvo dentro unos instantes, a la vez que acariciaba mis testículos. Después lo sacó de nuevo y empezó a masturbarme con fuerza, deslizándolo a la vez sobre su cara. Nuestras miradas se cruzaron. Pude leer una expresión de cansancio en sus ojos. Sentí la proximidad del orgasmo. Quería eyacular dentro de su boca; pero ella cerraba el camino, al tiempo que aceleraba el recorrido de su mano y hacia llegar sus dedos hasta la misma base del glande. No pude contenerme más. El semen brotó a borbotones y se adhirió a su rostro y sus cabellos.
Se sentó sobre la arena. Yo apoyé mi espalda en la roca, jadeante, satisfecho y fastidiado por no haber conseguido mi propósito.
-Me has pringado enterita.
-Si me hubieras dejado terminar dentro, como otras veces...
-Hoy no me apetecía.
-Parece que no es mi día.
-¿De qué te quejas?¿no lo pasaste bien?
-Pudo haber estado mejor.
-¡Vaya por dios!...Además de egoísta, desagradecido.
-Bueno, vamos a dejarlo, ¿vale?...
-Ya. Primero tiras la piedra y luego escondes la mano, como siempre.
Levantó su trasero y se fue, en dirección al agua, dejando detrás una estela de resentimiento. A veces da la impresión de estar amargada. Cualquier tontería le parece suficientemente importante para enfadarse. Si no estuviera tan seguro de su amor...
Si supiera que mientras se la chupaba a él, estaba pensando en otro... Me duele engañarle, pero, ¿cómo decírselo? Cómo decirle que ya no siento nada cuando hacemos el amor; que sólo me unen a él los hijos, el miedo, la seguridad... y quizás una vieja amistad, cada vez más ajada. Cómo decirle que vuelvo a estar enamorada, pero no de él; que llevo meses rehuyéndolo y fingiendo en cada noche inevitable; que si Javier me lo pidiese, mañana mismo haría las maletas, sin importarme nada, ni mis hijos, ni mis miedos, ni mis cosas...todo para él: el piso, el coche, el vídeo...la tele no, esa nos la regaló mi madre. Además, Javier no la tiene en su piso. Ahora mismo no la necesitamos; pero después, con el tiempo, seguro que la echaríamos en falta... Ilusa, sabes muy bien que jamás te propondrá vivir con él. No se complicará la vida de ese modo. Lleva demasiado tiempo soltero. Valora demasiado su libertad...
Pobre Juan. En el fondo no tengo valor para dejarlo. Quizá sea mejor así, al menos para él. Lo peor es que a veces me siento tan culpable, tan cínica y prostituida...como ahora. Hasta hace poco prefería hacerle un "arreglito" para no tener necesidad de fingir; pero cada vez siento más asco, no sé si de él o de mí misma...
Voy a bañarme, a ver si consigo deshacerme de esta repulsiva sensación. Mierda, me ha pringado todo el pelo.
...Pero algo le pasa. Parece estar a la defensiva, a la ofensiva más bien, esperando el momento oportuno para echárseme encima y asestarme una dentellada. A veces pienso que tal vez sepa algo; aunque es casi imposible. Siempre he tenido cuidado con mis escapadas. No recuerdo haberme tropezado con ningún conocido. Claro que a esas horas, uno ya no ve muy bien. Será mejor que lo deje durante una temporada, por si acaso. A lo peor ha descubierto mi truco. La idea de simular un terrible enfado, es formidable; pero hace tiempo que no me pone traba alguna para impedir mi fuga. Casi me atrevería a decir que lo tiene totalmente asumido, como si conociera mis intenciones y no le importase en absoluto...No, si lo supiera no lo permitiría. A no ser...
Creo que estoy recalentando mi cabeza. Si no estuviese tan seguro de su amor...
Fui en su busca. En ese momento salía del agua, con el pelo chorreando y una mirada fría, sin color, como de sombra. De repente me pareció pequeña, vulnerable, y asaltó mi memoria un recuerdo velado por el tiempo.
La vi recuperar su adolescencia. Era de nuevo aquella niña que aprendió conmigo, hace ya media vida, a vibrar en otros brazos. Y yo con ella. Despertamos juntos del sueño del deseo y atravesamos temerosos ese pasillo oscuro y sin retorno esculpido en nuestras mentes por los gendarmes del amor. Lo iluminamos juntos y juntos comprobamos que en él no había monstruos, ni fantasmas ni ciénagas viscosas, sino tan sólo claridad, gozo, ternura...
Me sentí culpable. Culpable por no haberla ayudado a conservar su inocencia, su naturaleza soñadora, poética... Culpable de su metamorfosis, de su actual materialismo, de su infelicidad, de sus miserias, fraguadas con las mías en un único yunque, a mi pesar. Y deseé con fuerza la reconciliación, el olvido, el contacto de su piel, el calor de su abrazo, la ternura en su mirada y el perdón. Un perdón extraño, sin demasiada convicción; pero que suponía necesario.
-Perdóname... Y gracias.
-Olvídalo. ¿Vamos a recoger a los niños? Mi madre debe estar hasta el moño de aguantarlos.
-¿No te apetece pasear un poco más? Podríamos charlar un rato. Está tan hermosa la tarde...
-Vaya cara que tienes. ¿No te conformas con salir de noche y dormir la mañana? ¿También le tienes que cargar el mochuelo a tu suegra por la tarde? Además, deberías pensar un poco más en tus hijos, encerrados en aquel piso.¿No crees que estarían mejor aquí, con nosotros, disfrutando del sol y de la playa?
-Supongo que sí; pero... Está bien, vamos.
De camino al coche conseguí que me diese la mano. Estaba fría. La froté con las mías y se la besé. Me miró de reojo y esbozó una sonrisa. En sus ojos huidizos, la duda y el misterio; en su boca un hálito de vida, una esperanza. Creo que la amo todavía. En cambio, ella...Si no estuviera tan seguro de su amor...
LA SOMBRA DE CLARA (VIII)
Carlos, jadeante aún, giró sobre sí mismo, satisfecho y saciada su apremiante ansiedad.
Rosa, boca arriba, perpleja como siempre y como siempre a medias, herida en su letargo de deseos sin alcanzar el dulce descanso del orgasmo. Tan sólo malherida, con una brecha supurante de odio y esperanzas rotas: quizás la próxima...tal vez mañana...
Se levanta. El sonido del agua en el bidé la transporta a un rincón de su memoria. Se sumerge en un sueño presente de viejas realidades, cuando moría en cada acto para nacer de nuevo, cuando ni siquiera le importaba renacer o no porque todo su ser se dispersaba en miríadas de estrellas al hacer el amor. Recuerda las manos expertas y la ávida lengua de su amante recorriendo los secretos sagrados de su adolescencia.
La tía Clara...claras eran sus formas y clara su belleza, otoñal balada de suaves contraluces y sáficos deseos. Para Rosa fue un bálsamo que mitigó el dolor de su memoria al abrirle una sima insondable de olvidos. Para su tía la resurrección, un último remanso, antes del mar, tras la tumultuosa, a veces turbulenta corriente de sus días. Para las dos, la paz.
La muerte de su madre desató en su interior una fuerte tormenta. Como si algo de sí misma hubiese perecido bajo la tempestad, Rosa notó que había dejado de sentir. Comenzó a desear reunirse con ella; mas no debido al cariño que siempre las unió, sino para destruir la insoportable vaciedad de sus sentidos.
El hospital psiquiátrico, las drogas, la aplastante soledad de aquellos interminables meses, su indiferencia hacia la vida y una especie de monstruo royendo inexorable la boca de su estómago cada vez que olvidaba tomar las píldoras.
Por fin, Clara, la hermana de su madre, la hermosa, inexplicablemente célibe y solitaria tía. Cuántas murmuraciones, cuántas medias palabras alrededor de su conducta y su persona. Y cuánta dignidad en ella, sin embargo, siempre al margen de las pasiones y discordias familiares, con su elegancia, su belleza, su aire distinguido y suficiente...A pesar de ser poco frecuentes sus visitas, había una fecha en el calendario que les pertenecía. Año tras año esperaba su llegada con idéntica fe, con la misma ilusión, no por el bollo de Pascua y los regalos, sino por verla de nuevo: su vestido, su sonrisa, su melodiosa voz...Se sentía orgullosa y feliz de tener una madrina así.
Cuando la vio sentada frente al director del hospital, sí pensó en el bollo. Desfilaron ante ella los quince bollos de su historia; y recordó también el bambi de peluche, la muñeca parlante, aquel vestido blanco, tan blanco, de primera comunión... Estaba sintiendo. Por primera vez desde que la oscuridad se cerniera sobre su alma, estaba sintiendo. Era como un faro en medio de la noche, guiando sus pasos hacia una orilla iluminada, segura. Se echó sus brazos y rompió a llorar desconsoladamente.
-Tía, tía, llévame contigo, por favor. Te necesito...
-Por supuesto, cielo. Para eso estoy aquí. No te preocupes.
-¡Gracias, tía!- La besó efusivamente en las mejillas.
-Anda, ve preparando tus cosas. Nos vamos en seguida.
Rosa miró al doctor e indagó en su rostro la confirmación de aquella orden. Al verle asentir con la cabeza, se levantó y salió corriendo del despacho con una sonrisa en los labios.
-¡Vaya, vaya! La verdad, no esperaba una reacción tan satisfactoria. Aunque el tiempo tiene la última palabra, creo sinceramente que con usted mejorará, si le presta la atención y el cariño necesarios . Aquí poco más podemos hacer por ella.
-Si no pudiera atenderla como es debido, no me la llevaría. La quiero mucho. ¿Verdad que es una muchachita encantadora? ... ¿Y dice usted que no recuerda nada de lo sucedido?
-Pues no. Pero no se preocupe, es un mecanismo de defensa perfectamente normal. Su mente se niega a hacerlo. Sólo ella sabe con exactitud lo que sucedió en aquella habitación. Su padre debió volverse loco para hacer una cosa así, a su mujer...
-Conozco esos detalles. Si no le importa, hablemos de la niña, por favor.
-No era mi intención...En fin, el trauma ha producido un bloqueo en su memoria. También dañó muy seriamente su capacidad emocional. De ahí mi sorpresa ante una respuesta tan afectuosa. Ha progresado en estos tres minutos más que en seis meses de internamiento siquiátrico....De todas formas no debe usted suprimir la medicación, por bien que la vea. Puede sufrir un retroceso debido a la dependencia producida por los fármacos. En esta nota he apuntado la dirección del doctor Gálvez. Es un buen colega. Le recomiendo que se pongan en contacto con él de inmediato. Si todo va bien, le irá reduciendo la dosis en el tiempo oportuno. Por lo demás, estamos a su entera disposición...
El agua tibia y jabonosa en su vulva, le produce una sensación placentera. La acaricia con suavidad, dejándose arrastrar por una creciente excitación que la sitúa de nuevo en su pasado. Pero esta vez abre una hermosa, inolvidable página de su vida; una página nocturna, repleta de nostalgia, de emociones desatadas bajo el estrépito de los truenos... Esa noche, el amor de su tía se tornó de improviso extraño e inquietante. Los besos que tantas veces habían consolado sus miedos, se deslizaron por su cuello hasta alcanzar los senos, primero levemente, sobrevolando su arrogante turgencia; después con frenesí, sorbiendo el resplandor de sus pezones erectos, fugazmente iluminados por los relámpagos. Sintió la lengua de su tía bajar y vibrar al mismo ritmo que su cuerpo entrelazaba misteriosos resortes y la proyectaba muy lejos de la oscuridad de aquella alcoba, a un paraje luminoso e ingrávido donde abrazó su alma. Luego, un escalofrío mortal la devolvió al lecho. Creyó morir, y en esa muerte recobró la plenitud de sus sentidos.
Seducida por el recuerdo, se masturba mientras piensa en ella, su primer amor, su único, verdadero amor. La imagina surcando nuevamente sus caminos, besando cada poro de su piel, cada curva, cada pliegue...
- ¡Rosa!... ¿Se puede saber qué coño haces?¿Te vas a quedar ahí toda la noche? No puedo dormir con ese chapoteo.
-Ya voy, Carlos, ya voy...
-Recuerda que he de madrugar. No puedo pasarme la mañana en la cama, como tú. Alguien debe trabajar en esta casa. -Maldito egoísta... ni siquiera me permite disfrutar de mis sueños - murmura entre dientes.
Agarra la toalla y comienza a secarse. De repente, una sombra borra cualquier rastro de erotismo en su mirada.
-La pesadilla...hoy volverá de nuevo, como cada vez...Oh no, no quiero dormir...
-¡Rooosa...!
Entra en la habitación.
-Pero bueno, mujer, ¿te pasa algo?.
-Nada...nada.
Se mete en la cama y le da la espalda. Apaga la luz de la lámpara . La oscuridad se cierne sobre sus ojos abiertos y asustados. Permanecen así durante mucho tiempo, hasta que el cansancio deposita sobre sus párpados el peso suficiente para cerrarlos por completo.
Se hunde, lenta e irremisiblemente, en el horror de su memoria:
" Su madre duerme. Estar allí, a su lado, semidesnudas las dos bajo las sábanas, le produce una sensación contradictoria desde hace tiempo, mezcla de tibia protección y repulsivo sentimiento de culpa. A pesar de ello, continúa siendo incapaz de dormir sola. Piensa en ello, y en lo tranquila que se quedaría si se atreviera a contárselo.
Siente una cálida humedad entre sus muslos. Sus manos recorren temblorosas la aterciopelada piel hasta alcanzar el clítoris. Permanecen allí, acariciándolo, privándola de su voluntad a medida que el placer va en aumento, disipando su culpa, enmudeciendo la voz de la razón hasta escuchar tan sólo los gritos del instinto. Sus gemidos hacen arder la propia noche e iluminan el caos de sombras y pecados.
En el umbral de la puerta aparece la silueta de un hombre. Un brillo metálico rasga la penumbra de la habitación al prolongar su mano. Sus ojos despiden fulminantes destellos de odio y violencia.
-¡Zorra!¡Te voy a matar!Así que es ella la que no puede dormir sin ti, ¿eh? ¡Puta! ¡Corromper a tu propia hija...No tienes derecho a la vida, guarra...!
Rosa solloza, acurrucada contra la cabecera de la cama, presa de la vergüenza y el espanto. Su madre, adormilada aún, trata de comprender qué ocurre. El brazo del hombre se eleva y describe en la bajada un arco mortal sobre el pecho de su esposa. El arco se repite, se repite, se repite..."
- ¡No, no, no, no...!
- ¡Rosa, tranquilízate, por favor.. !Vas a despertar a todos los vecinos. ¿Qué te pasa?¿otra vez con pesadillas? Necesitas tratamiento psiquiátrico. Esto no puede seguir así. Al final acabaremos los dos para encerrar. Cada cuatro días la misma historia...¡Ya estoy harto y tan sólo llevamos un año casados...!
-¡También yo estoy harta! ...Harta de tu egoísmo, de tu indiferencia, de tus reproches. Tú eres mi pesadilla, tú quien desata mis demonios, cada vez que me dejas a medias. Me das asco, sí, ¡pero tú eres el único culpable! De aquella hoguera encendida por Clara, sólo quedan cenizas en mis entrañas. No soy frígida, no. Hubo un tiempo de goce, un tiempo en que vivía para amar, porque amando me sentía más viva...
-¡Estás loca! Clara, Clara, ¿¡qué Clara!? ...Anda, déjame dormir, no tengo ganas de pelea. Mañana mismo vamos a ver un psiquiatra. Me han hablado de uno muy bueno.
-De acuerdo, mañana iremos.( ¡Clara, Clara!...Debí morir contigo. Dime cómo olvidar tanta belleza, tantas horas felices compartiéndolo todo: nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestro universo de gemidos y silencios, nuestro leve latir impulsando los sueños, elevándolos sobre esta alfombra sucia tejida por el miedo.¡Quiero volver a ti...!Quiero...quiero sentir de nuevo la muerte en mis entrañas. )
Espera que él se duerma nuevamente. Se levanta, va a la cocina y agarra el cuchillo más grande del cajón. Arrodillada en el suelo, apoya el mango en el mismo y proyecta la punta sobre su vientre desnudo. Se deja caer encima. La hoja penetra hasta la empuñadura.
Nadie oyó gritar. Cuando la mañana desplegó sus alas y la casa comenzó a llenarse de gentes y de voces, solamente su sangre humedecía el suelo...y solamente la palabra locura jugueteó brincando sobre el charco. Nadie leyó en su rostro un rictus morboso, una mueca lasciva, la inconfundible huella de su último orgasmo.
A ESA EDAD... (IX)
Le hubiera gustado editar un libro, sólo uno ,el libro de su vida; pero jamás se atrevió a mostrar su obra, ni siquiera a José, su marido. Únicamente a Esteban.
Cogió la carpeta donde guardaba celosamente apuntes y poemas escritos durante más de medio siglo y completó con ella su equipaje. El cierre de la maleta resonó en la habitación como un portazo. Aurora apagó la luz, temerosa de que su hija hubiese despertado.
Permaneció a la escucha, en la oscuridad, agazapada como un ladrón tras la puerta de su habitación, meditando que si hubiera afrontado la soledad con valentía, si no les hubiera hecho caso, no se vería ahora en tan ridícula situación.
No le hizo ninguna gracia vender el piso donde había vivido con José y criado a su hija, aunque careciera de ascensor. Todavía se encontraba bien de salud. Subía hasta el cuarto de un tirón, sin pararse en los descansillos. Además, con el sacrificio que supuso pagarlo. Ella decía que a José se lo había llevado el piso a la tumba, aquel dichoso piso que tanto sudor y privaciones les había costado.
Apenas habían transcurrido tres meses desde la muerte de su marido, cuando una noche, después de una cena muy especial y durante una velada pródiga en sonrisas, en casa de su yerno, éste y Ana, su única hija, le propusieron irse a vivir con ellos. Para que no se sintiera sola y no tuviera que subir tantas escaleras. Porque ya se sabe, a esa edad, cualquier día se pondría enferma, o empezarían a flaquearle las piernas.
Al responder que casi no cabían ellos, con la niña, en aquel pequeño ático, le sugirieron vender el piso paterno y comprar uno nuevo en el centro, con dos o tres ascensores. Un piso grande, donde dispondría de una habitación propia. Con el dinero que ellos pagaban por el alquiler del ático y una mínima aportación de su pensión de viudedad, podrían afrontar perfectamente el pago de la hipoteca, una vez abonada la entrada mediante la venta del viejo inmueble. Estaría más cerca de su nieta y no se vería obligada a trabajar en la casa, aunque tampoco le impedirían cocinar si así lo deseaba. El hecho de que trabajasen los dos no suponía problema alguno. Mercedes, la chica del servicio doméstico, se encargaría de todas las tareas, incluso de cuidarla a ella en caso necesario. Su única ocupación consistiría en pasear y distraerse. Ana se comprometía a presentarle algunas señoras maduritas, entre otras a Puri, compañera de oficina, cercana a la jubilación y viuda también. Puri era miembro de la Asociación de Amas de Casa, y le había comentado en numerosas ocasiones lo mucho que se divertían en grupo y la extensa variedad de actividades disponibles en la misma. A esa edad, y en ese estado, no es bueno encerrarse en casa. Una empieza a pensar, se le agolpan los recuerdos y termina deprimida y enferma. Y claro, luego son los familiares quienes sufren y cargan con las consecuencias...
Todo iba sobre ruedas. Disponía de total libertad y de una habitación confortable. El ascensor la impresionó un poco, al principio, pero después de subir un par de veces andando hasta un octavo, terminó por acostumbrarse a él. Paseaba con su nieta por el parque cercano todos los días que el tiempo lo permitía, tras recogerla a la salida del colegio. Ese otoño disfrutó dos semanas de vacaciones en Salou, en compañía de algunas socias con quienes comenzaba a simpatizar, aprovechando las ofertas hoteleras fuera de temporada. Asistía regularmente a las reuniones, conferencias y exposiciones que se celebraban en la sede, e incluso comenzó a comprometerse con sencillos trabajos de redacción y mecanografía en la secretaría de la misma.
Además de las excursiones en autocar que ofertaban esporádicamente, de un día de duración, cada mes organizaban una especie de cena de hermandad en un restaurante de los alrededores. Gracias a una esas cenas, cuatro meses atrás había conocido a Esteban.
Ahora no recuerda quién propuso la idea, pero después de cenar se abrió un debate sobre las saludables propiedades del baile y finalizaron la velada en una sala de fiestas un tanto extraña, donde predominaba la gente de avanzada edad. Si bien le sorprendió en un principio la existencia de un lugar así, no tardó en recordar que su yerno había hablado en una ocasión, no supo entonces si en serio o en broma, sobre ciertos lugares llamados "desguaces", donde iban a ligar los viejos y divorciados de difícil reinserción. Y le había dicho a Ana que ahí acabaría su madre con tanto viaje y tanta fiesta.
Sentada con dos amigas a una de las mesas situadas alrededor de la pista de baile, dudaba todavía si aquellos viejecitos que se abrazaban bailando eran o no respetables matrimonios. Sus dudas se disiparon cuando tres caballeros muy corteses las invitaron a bailar. Aurora se negó y quedó sola en la mesa. Esteban había presenciado la escena y se le ofreció como acompañante. Es Navidad, dijo, en un tono tan desamparado como amable. Y no supo negarse. Fue el inicio de una hermosa y entrañable amistad.
Mientras tanto, en casa, el escaso y adusto mobiliario que antes decorara el ático, fue sustituido por lujosos muebles de diseño construidos en maderas nobles. Pedro compró un coche nuevo, de esos de inyección, con turbo. Su hija se adjudicó el viejo, que todavía estaba bastante presentable. A Marisina le regalaron una enciclopedia que ocupaba una pared entera; el equipo musical y la estantería eran de regalo. Cortinas y lámparas en todas las habitaciones; televisor más grande, de esos automáticos, con teletexto; vídeo superprogramable, con no-sé-cuántos cabezales...
Aurora no se explicaba de dónde podía salir tanto dinero, pero la última vez que insinuó irse de viaje, Ana le había llamado egoísta. Y no le había devuelto la libreta de ahorros, la que compartían por si le ocurría algo, a esa edad, desde que hacía ya dos meses se ofreciera a ponérsela al día. Le dolía lo que le estaban haciendo. No por el dinero, para qué lo quería ella, sino por su intolerable falta de consideración y de respeto. Si lo necesitaban, ¿por qué no se lo pedían?¿acaso la tomaban por tonta?...
A tientas, buscó en la estantería hasta encontrar su libro preferido. Se aseguró del título valiéndose de la luna llena que invadía la alcoba: "En las orillas del Sar". Con él en la misma mano que portaba la maleta, abandonó su casa como un adolescente huyendo del hogar, en silencio, ni siquiera una nota, con la certeza de que jamás volvería a posar sus pies allí. Toda su relación familiar desmoronada por una maldita cuenta bancaria, por una miserable pensión de viudedad que bien podía haberse llevado José a la tumba, aunque tuviera que vivir de la caridad. Una cuenta que dejaba allí, para siempre, en aquella casa que de repente se le antojaba extraña y fría. Una libreta de ahorros que le recordaría de por vida el día en que su hija la trató como a una puta, instantes después de exigirle que se la devolviera. Cómo no le daba vergüenza, a su edad, echarse un novio. Y además mantenerlo. No tenía ningún derecho a gastar su dinero con él, después de lo que habían hecho por ella, después de sacrificar su intimidad para que ella no se sintiera sola, después de soportar sus rarezas e incluso sus ronquidos nocturnos...
Se dirigió a la parada de taxis, introdujo en el maletero su exiguo equipaje y ya en el interior del vehículo sacó del bolso un pedazo de papel y lo desplegó con ternura, como si se tratara de una delicada flor y temiera desprender sus pétalos. Leyó en voz alta una dirección de los suburbios. Al tiempo que aceleraba el motor, sintió que lo hacía también su corazón, a la misma velocidad que en su primera cita, con José, hacía la friolera de cincuenta años. Qué pensaría, el pobre, si la viera dirigirse con la misma ilusión, a esa edad, en busca de otros brazos, los de Esteban. Ya casi amanecía. Aurora, sonrió.
¿USTED QUÉ CREE? (X)
A esa masa amorfa, impersonal,
Que arrastra nuestras vidas
Y nuestras ilusiones
Mordiéndose la cola,
Devorándose a sí misma.
Señoras y señores, muy buenas noches. Les pido disculpas de antemano por mis errores y titubeos, mas como ya saben, al menos los seguidores de este concurso, no soy un profesional de la televisión sino una persona de la calle, completamente normal. Para ser más preciso, un modesto empleado de una agencia inmobiliaria.
Bueno, pues aquí estoy, totalmente decidido a llevarme el Gran Premio, claro está, con la ayuda de ustedes.
Supongo que notarán en mí cierto nerviosismo. Antes de salir al aire pedí ser atado de pies y manos a mi butaca. Les aseguré que sería el único modo de evitar la merienda de uñas y el baile de mis rodillas. No me hicieron caso, evidentemente. Les será fácil perdonarme si recuerdan mi condición de individuo corriente, idéntico a ustedes.
Como usted, por ejemplo; sí, como usted... Imagínese aquí, en este sillón, sin poder levantarse de él ni hacer una pausa en su monólogo superior a los cinco segundos; sin guión, improvisando durante un largo rato, posiblemente el más largo de su vida. A mí ya me empieza a parecer eterno y apenas ha iniciado. ¿Verdad que resulta curiosa la elasticidad del tiempo, cómo se encoge o estira según las situaciones?...
A lo que íbamos. Ya se ha puesto usted en mi lugar, frente a millones de espectadores, desnudándose ante ellos, hablando de sí mismo con franqueza ; pero a la vez tratando de ocultar sus complejos, sus miedos, y de salvarse del ridículo, esa temible sensación capaz de aplastar su voz e ir transformándola en un susurro inaudible hasta hacerla desaparecer por completo, y a usted tras ella, cada vez más pequeño, embotados los sentidos, consciente solamente de un insoportable calor en las mejillas, un calor que le irá incinerando paulatinamente hasta quedar de usted sólo cenizas, cenizas que una ligera brisa convertiría en hollines dispersos por el Cosmos...
Qué no harían sus piernas, sus manos, su cabeza... incluso sus vísceras iniciarían una danza salvaje, atávica, pugnando por eludir esa marea humana devorando su imagen, analizando cada movimiento o sonido que usted emita...
Le aseguro que resulta muy duro; pero hay que resistir. El premio bien merece la pena: prejubilación y residencia en el lugar elegido, en cualquier parte del Mundo, y con una buena paga... Siempre he sido una persona bastante ambiciosa. Bueno, no tanto, o no siempre...De cualquier forma, con esta oportunidad que se me brinda, me siento por primera vez un hombre afortunado...
Y el caso es que tan mal no me va. Llevo una vida cómoda y no debo nada a nadie. Pero ahora podré dejar al fin ese maldito trabajo. Pensarán que no tengo derecho a quejarme de un empleo estable, bien remunerado. Mucho menos delante de ustedes, con la tasa de desempleo en su apogeo. No es el trabajo lo más fastidioso. Si he de serles sincero, les diré que es por la gente. Personas extrañas, a quienes debo estrechar la mano, acompañar, sonreír, resultar agradable, adular su mal gusto, manipular, venderles algo que no desean, robarles a veces...
A1 principio resultaba muy gratificante. Manejaba mis herramientas con una gran destreza. Para mí era tan sólo la estrategia de una guerra abierta al cliente. Yo era el soldado. Cada batalla ganada suponía prestigio y una palmadita del capitán. Demasiado tiempo: se me han caído los hombros y las palmadas son ahora como martillazos de un dios odiado, más que por temible, por ser inevitable.
Me estás viendo, ¿verdad? Con tu cínica sonrisa de primate superior esgrimida en unos labios carnosos, sanguíneos a la fuerza...
¡Te puedes ir al cuerno, viejo chocho! Ya no tendré que verte babear los lunes, mientras narras tus bacanales de fin de semana, increíbles ante la simple vista de su protagonista; ni simular atención y sonreír a tus cambios de tono, cuando imagino requerida una sonrisa.
¡Y al cuerno lo demás!... Esta será mi última cruzada para convencer a alguien. Lo más curioso es que ha de ser a todos a la vez. Pero no importa. Un experto relaciones públicas, un conquistador de opiniones, un encantador mercantilista capaz de vender cualquier producto, un hombre como yo ha de poder convencerles de su propia existencia, ya lo creo que sí...
También Julia me estará viendo. Es mi mujer; o lo fue al menos. Ahora es sólo mi esposa. Hasta que la muerte nos separe, creíamos. Lo siento, Julia, pero en el giro que voy a dar a mi vida tú no tienes cabida. Aún soy joven, lo sabes. Aunque no compartimos la misma cama, me ves por la mañana: esa fuerza de la sangre antes de ir a orinar. En cambio, tú...Ni siquiera sé si alguna vez... Porque no creas que me tragué lo de la menopausia. Sé que otras continúan haciéndolo como si no pasara nada.
Bien pensado, puede que fuera lo mejor. Una retirada digna cuando todavía eras capaz de despertar en mí ese viejo fantasma del deseo, cada vez más velado. Hubiera sido muy triste para ti sentirte rechazada, en desuso, como un mueble viejo trasladado al desván. Y yo me habría sentido culpable, acosado por el recuerdo de tu belleza arrolladora. Ambos lo hubiéramos pasado peor.
Demasiado tiempo...Si al menos una vez te hubiera visto despegar del suelo, volar alto, alcanzar una estrella; pero tú siempre tan controlada, tan ridículamente terrenal. Creo que también a ti te mandaría al cuerno; pero algo me lo impide. Quizá sea esa vena de romántico que tanto dolor ha insuflado a mi vida, siempre abierta, sangrante, expuesta a la inmundicia y adicta a la belleza.
Brindaré, no obstante, por ella, porque me hace sentir. Y brindaré por ti, mi sirena marchita, que un día me embriagaste con tus cantos de gozo y me hiciste naufragar en un mar espérmico.
De ti no me despido; ya lo hiciste tú mismo hace algún tiempo. Pobre Julia, qué sola va a quedarse. Cuánto se lo advertí: no te aferres al amor de tu hijo como a un clavo ardiendo, te quemará las manos. Amor de madre...¡¿y dónde está el amor de hijo?!... Primero nos odian a trozos por despojarles de su ególatra universo de ficción. Después la realidad que han heredado les aplasta y terminan odiándonos del todo...
¡Voy a coger ese dinero y huir lejos!...Donde no haya jefes, ni esposas, ni madres, ni hijos... Tan sólo yo, de nuevo yo. Yo y mi pequeño mundo renacido; aquel mundo armónico y vital que cabía en mis manos, que podía modelar a voluntad, hacerlo diferente cada día, pero siempre asequible, aun con ese halo de misterio que me impedía llegar a conocerlo por completo y me exigía la búsqueda continua, el esplendor de los sentidos; aquel mundo que un día, engañado, abandoné para cargarme de cadenas doradas, de un oro falso, embaucador, que el tiempo devora capa a capa hasta mostrar su herrumbre, hasta desintegrarlo en nuestras manos. Entonces comprendes que no posees nada... tan sólo un vacío inasible con hedor a muerte...
Iré a esa Isla, muy al Sur, más allá del frío y de la niebla, donde los días pasan como soles cargados de promesas, de promesas sencillas: de amor, de amaneceres, de mujeres hermosas, desnudas, de sedosas y largas cabelleras que te enredan en noches plenilúnicas sobre arenas desiertas, lamidas por olas susurrantes, leves como los sueños. Quizá, quizá lo haya soñado; pero llegaré allí de cualquier modo, aunque sea dormido, cada noche, porque han de ser tan dulces esos sueños como lo eran de niño, ya que eso seré, no tendré edad... Sólo el tiempo engendra pesadillas...
"Se comunica al señor concursante la conclusión de la primera parte del programa. Como ya sabe, la única misión de esta pequeña pausa es informarle sobre la influencia de su discurso en la opinión de nuestro estimado público. Pasamos al monitor los resultados del último sondeo de la computadora.
Como puede observar, se han registrado hasta el momento un total de 648.253 llamadas. E1 índice de credibilidad se encuentra en el 17,24%. Le recordamos que para ganar el Gran Premio deberá usted situarlo en el 50,01% como mínimo. Tiene cinco segundos para continuar su monólogo. Mucha suerte. La va a necesitar."
Bueno, como les iba diciendo... creo que me he perdido... ¡Ah, sí! Pues eso... Mis ingresos me permiten vivir con cierta holgura; pero ya saben, pudiendo vivir bien y además sin trabajar... sé muy bien que es la máxima aspiración de cualquier trabajador. Porque al fin y al cabo eso soy yo también, eso somos todos. Eslabones de una misma cadena, partícipes de una tarea común. Comprar, vender, crear, destruir... todo forma parte de un mismo fin: el Sistema. He trabajado duro durante mucho tiempo, para Él, para ustedes. Es justo que ahora me ayuden a disfrutar de un buen descanso, incluso me atrevería a reclamárselo, como si de una deuda se tratara...
¡Maldita sea, ¿por qué no me creen?!... Jamás había sido tan sincero en toda mi vida. Me juego demasiado. Este es mi último tranvía y he de tomarlo a esa Isla. Para ello salí dispuesto a todo, a desnudarme entero si era preciso. A desnudarme el alma... ¿Qué más quieren de mí? ¿Quieren que desnude mi cuerpo también? ¿Es ese su deseo?... Pues voy a complacerles.
Primero la chaqueta...
Ahora los pantalones...
¡Tómenlos, son suyos! ¿Piensan aún que todo está preparado, que se trata de un estúpido guión prefabricado, de una burda farsa? ¿Continúo desnudándome? No, seguramente ese índice está subiendo como loco, ¿verdad?...
Se están riendo. Sé que se están riendo de mí. Puedo ver sus rostros enrojecidos, congestionados por la risa. Y tienen razón...Me he pasado...
¡Maldita sea, dejen ya de reírse!
Veo lo que traman. Pretenden confundirme; les gustaría ponerme nervioso... ¡Pues no lo van a conseguir! Perderé, tal vez, pero no lograrán hacerme callar ni intimidarme con sus risas y sus malditos votos. Me he pasado la vida vendiéndoles mentiras. Aunque no lo crean, por una sola vez voy a continuar regalándoles algo insólito: la Verdad.
Ustedes sí me creen. Son las diez y veintitrés minutos de la noche. Saben perfectamente que nadie es capaz de fingir de esta manera, no en directo. Conozco con certeza el origen de su animosidad: mi empeño en transformar las pantallas en espejos. Sí, están viendo sus rostros reflejados en ellas; y sus vidas pasar, al descubierto, sin ese sutil velo de apariencia que caldea y oculta sus miserias. Han notado un extraño frío penetrar a través de los poros y se han sentido como frágiles y vulnerables caracolillos despojados de caparazón. Como es lógico, a la mayoría no le ha gustado en absoluto. Y todavía les exaspera más, pensar que sea precisamente un tipo como yo el causante de su inquietud: un desaprensivo vendedor de mentiras ocultas, barnizadas con una fina película de verdad absoluta y raciocinio manipulador. Un ente camaleónico, devorador de debilidades, que se alimenta, medra y asegura su reproducción gracias a la inseguridad, la ignorancia y la vanidad de ustedes.
No puedo odiarles por ello. Tampoco por su cochina envidia: ustedes no disponen de esa Isla. Sólo yo tengo la llave, la oportunidad de huir, de abandonar la piel de un personaje común, lastimoso, indeseable, recreado por mí esta noche para intentar ganarme su apoyo...
En realidad, no resulta diferente de otros tantos que amenizan su tiempo de ocio frente el televisor. Vidas vacías, ideales frustrados y amores imposibles circulan cotidiana y libremente invadiendo nuestros hogares. Nos transportan a efímeros mundos donde todo es posible, incluso sentirse parte de ellos, huir del nuestro, tan monótono y aburrido, para ser protagonistas, víctimas o verdugos, qué más da, de cientos de historias tan cercanas a nosotros, a nuestras miserias, a nuestros sueños también...
Pero éste es real. Están plenamente convencidos de que pertenece a este mundo y no al del celuloide, tan fácil de evitar, de suprimir de su presencia: basta un simple botón. Han advertido demasiado tarde que mi endiablado personaje continuará acosándoles aunque desconecten su aparato. Como un fantasma impío y socarrón, se ha escondido en las sombras de su memoria aletargada, cansada de luchar con los recuerdos, saturada de trampas y justificaciones imprecisas y equívocas, pero a la vez necesarias para sobrevivir, para cargar con ese falso equipaje de maletas doradas. Esperará, acechante, a crecer con sus dudas; se nutrirá con ellas. Invadirá sus cerebros inexorablemente y se adueñará de sus pensamientos; de su voluntad. Suplantará a ésta finalmente y les obligará a rogar por esa Isla del Sur...
Lo siento. He pensado, sé demasiado. Y he hablado mucho esta noche, al menos lo suficiente para quemar mis naves...Quizá les haya condenado, condenado a pensar. Tal vez no puedan perdonármelo, o no quieran, o no sepan... Para mí no existe posibilidad de regresión... A su piedad encomiendo mi persona, mi destino...
"Señor concursante, su tiempo ha concluido. Sentimos comunicarle que el resultado ha sido francamente decepcionante. Hemos registrado los índices más bajos del concurso, tanto en audiencia como en credibilidad.
Como puede apreciar en el monitor, en esta segunda etapa tan sólo hemos recibido 172.346 llamadas. El porcentaje medio de credibilidad ha ido descendiendo, a partir de la pausa, hasta situarse en el 8,92%, como le decía, el más bajo obtenido hasta la fecha.
Gracias a usted por su participación y a ustedes por su atención. Les esperamos nuevamente el próximo domingo en "¿Usted qué cree?", su programa favorito, a la misma hora. Muy buenas noches. "
...mi Isla...