ABSOLUCIÓN

 

         Ninguna generación salva a la siguiente. El relevo del poder político y del control de las instituciones siempre se hace con viejos. Viejos decrépitos o viejos de corazón dictan las nuevas leyes y las reglas del juego, un juego teatral donde el protagonista, el héroe de la acción ha de ser como ellos.

         Responsabilidad, competividad, funcionalidad... Racionalidad. No hay lugar para el Sueño. Apenas una sonrisa beoda en los sábado noche con vómito de alma para sentirte aún vivo. Eso te quedará cuando llegues a viejo, cuando llegues a ellos. No sufrirás siquiera porque la ley te ampara. Está escrito en los libros de todos los Juzgados: “Juventud, divino tesoro, tesoro saqueado”.

         Ninguna generación salva a la siguiente. Tendrás todo el derecho a exigir de tus hijos comprensión y respeto, pero no te impacientes si tardan en hacerlo. Ya te comprenderán cuando la mierda les llegue al fin al cuello. Ese será tu gran día, el día de la Razón. Sí, papá, tenías tú razón, te dirán, e indulgentemente les echarás un cable. No te preocupes, todo llega, seguro que lo agarran. Y si no que se jodan. Para entonces ya serás inmune a cualquier emoción, a cualquier sentimiento. Además, está escrito en los libros de todos los Juzgados: “Juventud, divino tesoro, tesoro aniquilado”. Será tu absolución.

 

 

EL ANTIHÉROE

 

         No es que Pepe Puebla desertara de la mar, sino que ésta lo escupió a tierra al ritmo de las desesperantes arcadas y mareos que le regalaba cada vez que salía a pescar en compañía de su padre y sus hermanos. No llegó a acostumbrarse. Buscó trabajo en tierra firme siendo un adolescente de familia pobre incapaz de proporcionarle más estudios que los primarios.

         Y siendo poco más que un adolescente le tocó a Pepe Puebla conocer el odio fratricida que carga de puñales la mirada y mancha de sangre las manos de los hombres. Sus padres secuestrados, su hermano que se entrega para que los liberen, asesinato a manos de eternos salvapatrias, desolación, cansancio, miseria compartida...

         Pepe Puebla se hartó de robar patatas en las huertas para llevar a casa algo que echarle a la boca y se alistó a la Legión para que la suya no le quitara el bocado al resto de su familia. No fue por patriotismo. Fue por hambre que se convirtió en novio de la muerte y fue por casualidad que no se casara con ella en tierras africanas. Allí aprendió dos cosas: que hay que echarle cojones a la vida cuando se nace perdiendo y que las fiebres tifoideas son peligrosas para la respiración. África le regaló una enfermedad pulmonar crónica.

         Retornó a casa al cabo de diez años, se casó por la Iglesia y Dios le regaló cuatro hijos para quienes trabajó hasta la vejez dieciséis horas diarias. Bautizó a todos ellos en la fe nacional, les obligó a ir a misa hasta la pubertad y jamás les contó que una vez los vecinos de su pueblo llegaron a matarse unos a otros sin saber por qué.

         No tuvo tiempo en vida de entregarse a causas elevadas, ni divinas ni terrenales. Nadie escribió sobre él más que los nombres de su familia en la esquela del periódico.

 

 

LA BUHARDILLA

 

         Libre de ataduras, al fin libre, pensé el día que traspasé el umbral de esta húmeda buhardilla, entonces recién alquilada. Cerré la puerta, posé las dos maletas y medí bailando, lleno de júbilo, la distancia entre las paredes de sus dos únicas y reducidas estancias. No podía permitirme nada mejor pero era más que suficiente: un recibidor-cocina-salón-comedor y una habitación con baño incorporado. Sería suficiente para los dos. Con la puerta cerraba también una etapa de dudas, de ansiedad culpable, de deriva sin puerto a que arribar.

         “La búsqueda de la felicidad es un deber irrenunciable”, me sorprendí sentenciándole a mi esposa la noche anterior, la última que pasé con ella, después de haber estado preparando esa despedida durante más de dos años. A la mañana siguiente emprendería una nueva andadura, en supuesta soledad, tras veinte años de matrimonio que nos habían vaciado de vida sin apenas darnos cuenta, enredados entre las letras del Banco y los cuidados de dos hijos que en su día y sin saber muy bien por qué habíamos decidido procrear.

         Ni siquiera me habría percatado de lo muerto que estábamos si no hubiera conocido a Teresa. Una estudiante con ojos de gaviota embarrancada, adicta a la soledad y a la tristeza, aficionada al cine y mentirosa como un personaje de sí misma en una obra de ficción.

         Sí, la cosa fue de cine. Nos conocimos en un cursillo de videocreación para aficionados, de esos que se hacen para escapar del tedio. Primero fue su voz y después su mirada... o al revés, no recuerdo muy bien. De repente sentí un deseo irresistible de sumergirme en sus pupilas acuosas y beber su tristeza, su soledad y a ella misma, sorbo a sorbo, para sentirla dentro de mí, de mi vida, de mi cuerpo, de mi alma... Supongo que me había enamorado.

         Las paredes se estrechan día a día y van adquiriendo medidas de ataúd. Apenas cabe ya esta cama en la que estoy tirado, lecho que un día soñé compartido testigo de una pasión cercana a la locura. El water ha desaparecido por completo, junto con el armario empotrado. Lo sustituí hace tres días por esta bacinilla. Heces y orines rebosan ya para deleite de las moscas azules y las crujientes cucarachas que alegremente me acompañan en esta hora siniestra.

         El recibidor-cocina-salón-comedor desapareció hace una semana y desde entonces no he probado bocado. Desfallezco. Tan sólo la bombilla quemando una luz sucia y la puerta de la calle que se desdibuja por momentos rompen el agobiante rosa de paredes y techo que un día no lejano pinté con la ilusión de un niño. El rosa es su color.

         Mientras de la puerta comienzan a borrarse la cerradura y la manilla, aún imagino a Teresa entrando por ella, en el último instante, diciendo con su voz angelical “hola, mi amor, ya estoy contigo”. Y yo en este estado. Patético. Menos mal que por fin desaparecen los herrajes y las guarniciones de la puerta comienzan a fundirse con el rosa de la habitación.

         Me queda el bloc de notas y el bolígrafo. Tal vez alguien me encuentre metido en una especie de sarcófago en medio del desierto. Sería en la pirámide del amor. ¿Existe una pirámide del amor? De no existir habría que levantarla. Tan sólo homenajean a los muertos. Creo que estoy desvariando... Bueno, si alguien me encuentra puede que le ayuden estas notas. Aunque, la verdad, a mí no me han servido de mucho.

 

 

LA BÚSQUEDA

 

         Se incorporó, erguido sobre sus cuartos traseros, oteó un horizonte impreciso y lejano, alzó la vista y contempló, por vez primera, las estrellas. Miró a su alrededor: estaba solo. Blandió sus puños apretados en las mismas entrañas de la noche y gritó con fuerza, para que el Firmamento lo escuchara: -¡¡soy Dios!!

         Doblegó a la bestia y controló las fuerzas de la Naturaleza. Se sintió grande, poderoso; se supo sabio y único, especial heredero de algún misterio cósmico, de procedencia extraña, de más allá del manto de la noche, de más allá del mar y de la tierra... ¿de dónde?... ¿de quién?..

         Cuanto más aprendía, más preguntas surgían a su paso, acechantes, burlonas, retándole a encontrar una respuesta. Con cada solución nacían cien nuevas incógnitas y muy pronto comprendió que a cada una de éstas correspondían otras cien de las otras.

         No tardó en convencerse de que era un ignorante. Bajó entonces su cabeza, la mirada en el suelo, y le susurró con humildad al corazón de la Tierra: soy Hombre. Y comenzó a buscar a Dios.

         Viajero incansable, recorrió el Planeta y hurgó cada rincón buscando al Creador. Conoció muchos dioses, y también muchos hombres que creían, con poderosa fe, en cada uno de ellos. Todos afirmaban que el suyo era el Único, el Verdadero, y sólo quien siguiera su luz y su camino lograría salvarse: alcanzar la Inmortalidad y la Verdad. Pero ninguno fue capaz de saciar su sed de respuestas.

         Regresó a su hogar decepcionado y decidido a buscarlo más allá de esta tierra, en las mismísimas estrellas. Consiguió distinguirlas, conocer sus movimientos, sus medidas, sus leyes. Llegó a verlas nacer... y morir también; pero jamás obtuvo de ellas una mínima señal que aliviara la dolorosa llaga abierta por sus dudas.

         Una mañana, al observar sus manos resecas y arrugadas, se sintió estafado: se le estaba escapando la existencia mientras trataba en vano de explicarla, sin lograr hallar una Respuesta que de repente se le antojaba pueril e innecesaria.

         Se enamoró de una hembra y la sembró. Y para ella sembró también todas sus tierras. Pasó los años más bellos de su vida viendo crecer sus propias obras, entregado al trabajo y al amor, sin preocuparse por algo que no estuviese aferrado a la tierra, en armonía con ella y con su propio cuerpo.

         Su espalda se arqueó, sus fuerzas se extinguían y su alma, cansada de vivir, aleteaba alentada por la brisa del recuerdo. Y se dejó arrastrar a ese espacio maldito, repudiado, condenado por él a un abismo de olvido, a pesar de saber... o porque sabía demasiado:

         -Las dudas me asaltan nuevamente, quizá de forma inevitable, al percibir la proximidad de las tinieblas, el retorno al origen, ese vacío inaceptable que es la muerte. Sin embargo, ya no sufro por ellas como entonces. He aprendido a convivir con mi ignorancia, con mis contradicciones, con la incertidumbre de mi identidad y mi destino, si es que aún me queda uno. Me parece imposible meditar así, serenamente, sobre un tema que he evitado durante tanto tiempo. Y resulta curioso, pero no necesito más respuestas. Tal vez porque ahora estoy seguro de que no existe una final que cierre el círculo; aunque también pueda ser porque no me quede tiempo para hacer más preguntas: mi cuerpo se pudre, la vida me abandona y el alma, pobre alma mía, ¿volará?... ¿o quedará apresada en un cadáver, a la espera de que la tierra reclame y absorba su sustancia?...

         No importa ya: HE VIVID0.

 

 

CABALLO NEGRO

 

         Llegaron con la noche, sobre corceles negros. Bajo la luz crepuscular atravesaron triunfantes las puertas de la ciudadela, cuyos goznes cedieron amables a su paso, e impregnaron el aire con el perfume de sus extraños cánticos.

         La gente se refugió en sus casas, temerosa al principio; pero pronto corrió la voz de que no iban armados. ¿Quiénes eran? ¿qué buscaban allí? ¿qué querían de ellos?... La curiosidad los fue empujando lentamente hacia la plaza, donde se congregaron alrededor de la gran carpa que los guerreros habían instalado en su centro, resplandeciente como una luna llena. Antes de medianoche todos los habitantes de la ciudad se encontraban allí, esperando una señal, respirando una señal.

         Los niños fueron los primeros. Comenzaron a cantar, en una lengua desconocida hasta entonces, bellas canciones que inexplicablemente a todos conmovían. Les siguieron los jóvenes y más tarde sus padres y sus madres y al final los ancianos entregaron también sus voces desgastadas al ritual de una música que parecía brotar de las entrañas de la tierra, de sus propias entrañas.

         Entonces ocurrió: guerreros y guerreras salieron desnudos de la carpa y se mezclaron con la multitud invitándoles a cantar y a desnudarse. Esa noche vivieron como en su propio cuerpo los cuerpos de los otros. Y el alma, todas una, se sobrecogió gozosa al ritmo de las armoniosas melodías.

         Al alba cesaron las canciones. Buscaron en la carpa y en todos los rincones de la ciudad amurallada. Ni rastro de extranjeros. Tan sólo aquel extraño, agradable perfume por el aire. Y los caballos, que les miraban atentos y arrogantes. Parecían decir “sube a mi grupa y conquistemos juntos una nueva ciudad”.

         Y así lo hicieron. Llegaron con la noche, sobre corceles negros...

 

 

ECOSISTEMA VECINAL

 

         La Historia de la Humanidad, así como las vidas de los hombres, es como un río que fluye sin retorno posible hacia una mar desconocida, inconcebible en el espacio e imprevisible en el tiempo.

         No creo que exista un sentimiento apocalíptico generalizado con cada fin de siglo, ni siquiera con cada fin de milenio. Lo que ocurre en realidad es que llegado ese momento hacemos balance, un balance en el que nunca nos cuadran las cuentas. Y nunca el desequilibrio entre el “debe” y el “haber” nos ha parecido tan desmesurado e injusto como al final de este milenio que se nos ha escapado irremisiblemente de las manos.

         Nunca hasta ahora las guerras, el hambre y la miseria que campean por los arrabales de nuestra “aldea global” habían sido monstruos tan gratuitos, inadmisibles y detestablemente consentidos -e incluso amamantados en ocasiones- por los poderes políticos de los barrios altos, cuyos moradores, por otra parte, nunca habían estado tan abrumadoramente informados sobre lo que ocurre al otro lado del muro, lejos -a veces no tanto- de los paraísos artificiales donde se asientan sus venerables posaderas.

         Puede parecer muy loable estimular y subvencionar el esfuerzo individual y la iniciativa privada con el fin de paliar esas lacras sociales de las que todos nos sentimos culpables -ya se han encargado de convencernos de ello a través de los poderosos medios de comunicación- ; pero también puede parecer un parche a todas luces insuficiente y engomado con el cinismo de las Administraciones Estatales, que son las que en realidad poseen la capacidad y el deber de hacer más equitativo el reparto de la riqueza entre los habitantes del Planeta, a sabiendas de que todos somos deudores de los “terceros”, de los “cuartos”, de los numerosos mundos marginados, a la hora de ostentar nuestros privilegios económicos como ciudadanos del “primer” o “segundo” mundo -¿quién habla de éste?

         Allá donde pueda hacerse algo, algo habrá que hacer. Mejor que permanecer sentados. Pero no nos engañemos utilizando la limosna como medio para lavar nuestras enfangadas conciencias. El problema de la insolidaridad comienza aquí mismo, en casa del vecino padre de tres hijos que se ha quedado sin trabajo a sus cuarenta y tantos o en el “chaval” treintañero del quinto que vive prisionero en casa de sus padres, juega a la lotería de las oposiciones con su carrera de económicas desde hace ocho años y trabaja mientras tanto de “soplagaitas” para pagarse los vinos. Un “chaval” cada vez más humillado, cada vez más desesperado, que no dudará en meterte una anaconda en el buzón de tu casa, por ejemplo, el día en que su prejubilado papá pase a mejor vida gracias a su bendita cirrosis. Estamos inmunizados contra este tipo de problemas. Nos importan un güevo las carencias y necesidades de nuestros vecinos. Esto es una selva y ambos lo saben. Cualquier día te pueden dar un buen susto.

         Siempre resulta más sencillo y aséptico apadrinar por teléfono a un niño lejano y desconocido, con quien jamás tendrás la mala fortuna de tropezarte en la calle y mucho menos al abrir la puerta de tu casa cuando suene el timbre, que enterarte -al menos enterarte- de que unas calles más abajo, al pie de la colina, intentan sobrevivir montones de niños explotados, prostituidos, en la más absoluta marginación, esperando -son niños, aún esperan- que alguien les tienda una mano limpia y sincera para poder estrenar una sonrisa.

         La Historia de la Humanidad nunca había viajado por un río tan sucio como a principios de este siglo veintiuno, contaminación incluida. El tiempo es una buena depuradora. Veamos lo que pasa con el siglo que viene. Las soluciones, las que sean, también el tiempo nos las ofrecerá, pasarán necesariamente por la búsqueda del equilibrio en nuestras cuentas, para que el “debe” de los pobladores de los barrios altos no termine arruinando nuestro delicado ecosistema vecinal.

 

 

ELOGIO DE LA DIFERENCIA

 

         Así como existe un tipo de discriminación positiva mediante la cual se pretende compensar la balanza creando desigualdades por razón de sexo en beneficio del más marginado de los dos, también existe en nuestra cultura lo que podríamos llamar “machismo positivo”, ejercido por la mujer, coexistiendo en los últimos tiempos (y más aún en los venideros) con lo que podríamos denominar “feminismo positivo”, ejercido por los hombres.

         Si partimos de que las diferencias entre ambos sexos no son únicamente culturales, sino contienen un elemento biológico diferenciador, basado en las distintas capacidades anatómicas (principalmente en cuanto a masa muscular se refiere) y emocionales en función de porcentajes hormonales, glándulas y secreciones específicas y experiencias vitales tan exclusivas como la propia sexualidad o la posibilidad de engendrar otro ser, amamantarlo, etc. podremos establecer sin complejos (y sin que nos anatematice ningún colectivo) dos personalidades genéricas (transgredibles en parte mediante la homosexualidad) diferenciadas en principio por cuestiones puramente orgánicas y que más tarde la cultura y las circunstancias socioeconómicas se encargarán de acentuar o atenuar dependiendo del momento histórico.

         Hasta hace pocos años, las relaciones laborales estaban basadas en la explotación física de los recursos humanos, e incluso después de la revolución industrial los trabajos resultaban con frecuencia excesivamente duros y la jornada laboral interminable y agotadora. Si sumamos a esto la ausencia de planificación familiar, resulta fácil comprender que el papel del hombre derivara en las ciudades hacia la búsqueda de un salario fuera de casa y el de la mujer quedara relegado a las tareas del hogar y al cuidado de su numerosa prole.

         Los rasgos diferenciadores se acentuaban y la separación entre las responsabilidades de cada miembro de la unidad familiar también. En estas circunstancias, la economía familiar depende exclusivamente del hombre y éste asume tácitamente la posición de líder que ha de ofrecer seguridad y fortaleza para mantener la cohesión del grupo y la supervivencia del mismo, incluso de una mujer que también depende de él. Ésta, por su parte y debido al contacto más prolongado con sus hijos, se encarga de la educación de los mismos, de transmitirles ese mismo rol, de tal manera que enseña a los varones a ser líderes valerosos y férreos trabajadores y a sus hijas a ser sumisas, hogareñas y a elegir el compañero que más les convenga, ofreciéndoles con ello las primeras lecciones de “machismo positivo”, imprescindible para la estabilidad familiar de la clase trabajadora en aquellos tiempos.

         El problema del machismo, el “machismo negativo”, sobrevino, no como consecuencia de la búsqueda de una supremacía entre los sexos, sino como consecuencia de un contexto social determinado, en el que la mayoría de los líderes familiares abusaban de su poder amparados en una cultura del machismo institucionalizada, que decretaba leyes machistas con el fin de perpetuar el poderío de los machos.

         Desde hace unos treinta años, el arrollador despliegue tecnológico y el surgimiento de la planificación familiar masificada gracias al desarrollo de las técnicas anticonceptivas, se encargan juntos de revolucionar las relaciones laborales y de propiciar substanciales cambios culturales en las dos últimas generaciones, cambios que se suceden con tal rapidez que resultan muy difíciles de asimilar por el conjunto de la sociedad.

         Actualmente no existe justificación posible para continuar desarrollando roles machistas en el seno familiar. El acceso masivo de la mujer al mercado laboral y una planificación familiar aplicada a la totalidad de los estratos sociales genera posiciones de igualdad y atenúa las diferencias entre los sexos tanto en términos económicos como culturales para un cada vez más amplio espectro de individuos.

         Incluso está sucediendo, con el sector más joven de la sociedad a la hora de plantearse una relación de pareja, que debido a una cada vez mayor facilidad de la mujer respecto al hombre para acceder al mundo laboral, éste es quien se queda en casa mientras ella sale a ganar el sustento familiar. Desde esta perspectiva urge un cambio en la mentalidad de ambos, pero sobre todo en la del varón, para asimilar la “vuelta de tortilla” sin grandes traumas y poder adaptarse a los nuevos tiempos. Este cambio no debe pasar necesariamente por negar la diferencia entre los sexos, falacia ésta que pretende endosarnos la cultura de masas en su línea de crear un arquetipo de consumidor uniformado (ya se habla de una moda “unisex” para vestirse en el próximo siglo) y que nos llevaría a una especie de clonación universal, donde la diferencia, el mero hecho de sentirse diferente sería considerado un acto subversivo.

         La aplicación del “feminismo positivo” por parte del hombre, es decir, el hecho de que éste acepte sin prejuicios el liderazgo económico de la mujer, debe llevar implícita la aceptación también de las tareas domésticas y el cuidado y la educación de los hijos desde su más tierna infancia. De no ser así, se abrirá una brecha imposible de superar para cualquier relación  que busque la estabilidad. Por otro lado, esperemos que las líderes femeninas sean más sabias que lo hemos sido nosotros a la hora de ejercer su jerarquía bajo el marco de esta nueva convivencia socioeconómica y no cometan los mismos errores, porque entonces ni unos ni otros habremos avanzado nada.

         El problema no radica en la diferencia de sexo ni en la manera en que esa diferencia influye en nuestro carácter y en nuestra manera de entender el mundo. Cuantos mayores matices es capaz de aportar un individuo desde su propia singularidad, más puede enriquecerse su relación con los demás. El problema radica en la incomprensión, la intolerancia, la ausencia de diálogo y la institucionalización de un poder a través de leyes y normativas suprafamiliares, socialmente aceptadas para afianzar los privilegios del grupo que las crea sobre la marginalidad del que las padece.

 

 

ESTATUAS GRIEGAS

 

         No te enamores nunca de las estatuas griegas. Mudas como limosneras ladronas. Te roban poco a poco el corazón. Se lo entregas finalmente sangrándote en las manos y lo devoran con avidez sin decir ni palabra. Silencio de mármol. A pecho descubierto, expuesto a la intemperie, como un perro vagabundo persigues después el eco de sus pasos. Piedra sobre los adoquines. Gris sobre gris. Atraviesas cada noche, sucia de neón y alcohol, buscando su mirada hasta el amanecer. Retorno a la cordura. Pecho tapiado con ladrillos rotos. No basta con saber que ella está en tu jardín, sobre la fuente de los tristes nenúfares. Sinfonía vegetal a sus pálidos pies, fríos como piedra en sombra. Lloran las flores por no saber su nombre. Canta el agua recorriendo sus formas de estatua milenaria. Ríe el agua en su pubis. Se besan. Tiemblan juntas. Parecen cobrar vida en el espejo. Sólo una imagen fugaz que el viento mece. Tan triste y solitaria. Tan mineral, tan muerta. Rogando un hálito de vida, una sonrisa sobre su rostro egregio. Blanco lunar. Astroguía de insomnios delirantes. Le ofreciste tu vida en un mal sueño una noche cualquiera a solas con tu almohada. La mojaste. Lágrimas de cristal como lagos helados reflejaron su cara a la luz de tus ojos. Creíste verte en sus aguas. Te mintió el corazón. No te enamores nunca de las estatuas griegas. A no ser que desees conocer el Amor.

 

 

EL HÉROE

 

            Volaba alto. Sobre sus alas una carga de humanidad socavando sus fuerzas. Bajo su pecho un corazón profundo como el mar, salado y triste.

            Bebía cada mañana de las Fuentes Sagradas del Olvido. Un caldo tibio y espeso protegía su alma, suavizaba asperezas y miserias cotidianas y le proporcionaba la energía necesaria para soportar su carga, una fuerza colosal que lo impulsaba hacia un espacio ingrávido, donde sólo el cóndor es capaz de llegar. Desde allí veía a sus semejantes tan vulnerables, tan insignificantes bajo la sombra alada de su cuerpo perfilada en las cumbres, ocultando al propio Sol, que una extraña mezcla de compasión, ternura y tolerancia brotaba en ocasiones  de sus poros, para regar cual lluvia fresca los áridos rostros de los hombres.

            Iba diciendo que hay playas de luz, más allá de las sombras, donde el vuelo es ligero como un soplo de brisa, donde arenales blancos incuban las semillas de hombres nuevos, carentes de equipaje.

            Su mensaje era transparente como el sonido del arroyo en la roca, casi un canto, humano y divino al mismo tiempo, portador de silencios abisales convertibles en cauces de palabras no dichas, de verdades no escritas, insondables y etéreas como el Tiempo.

            Al igual que los cóndores, también volaba solo. Y de su soledad  nació el deseo de posarse en el suelo y caminar al lado de aquellos seres afines a su especie, de similar presencia. Viviría con y como ellos. Sería, simplemente, un hombre más.

            Bajo un rojo crepúsculo de ocaso, posó sus pies sobre la hierba. Cuando plegó las alas, un sol premonitor se descolgó del cielo y dio pasa a una noche tan negra como si el día hubiera muerto para siempre en la caída.

            Amaneció  de nuevo, sin embargo. Al abrir sus ojos a los primeros rayos matinales acariciándole los párpados, lo primero que vio fue un cóndor planeando majestuosamente en las alturas. Se incorporó, ligero, seguro sobre la tierra firme, rebosante de ilusión y deseando pasar raudas las páginas de su nuevo destino, esta vez compartido.

            Gozó con ellos y sufrió por su causa. Descubrió escenarios sublimes, de profusa emoción; pero conoció también el dolor y la desesperanza, la impotencia de la bestia enjaulada en su piel.

            Las extensas y fértiles praderas, comenzaron a transformarse en cenagosos laberintos que apenas le permitían avanzar. Quiso gritar, contar lo que sentía  a aquella gente, mas sólo  logró  articular un lamento inaudible. Cuando al fin consiguió hacerse oír, nadie le comprendió. Se quedaban perplejos, horrorizados casi, al verle arrastrarse y gritar en un lenguaje extraño.

            Al cabo de un tiempo, la mayoría no se paraban ni a mirarle. Algunos, incluso aceleraban su paso, temerosos, al llegar a su altura. Otros se reían de él sin compasión, incitándole a maldecir aún más su desventura.

            Se encontraba tan solo como antes, mucho más, inmensamente solo. Pretendió huir de allí, abandonar para siempre aquel paraje yermo, inhabitable, y remontar el vuelo hasta una altura tal que ni siquiera el cóndor pudiera seguirle en su viaje.

            Intentó elevarse, pero el peso de su carga y de sus alas se lo impidió. Una sólida y mugrienta costra se había adherido a ellas. Un sentimiento extraño, desconocido para él, afloró en su pecho: estaba odiando, con un odio feroz, aquella carga humana que hasta entonces había sido la misma razón de su existencia. Ríos de lava brotaron de sus ojos y esculpieron  en   su rostro la edad de los siglos y la tristeza de la desolación.

           

            Fraguó la masa incandescente. Una isla agreste y estéril albergaba a un ser tembloroso y burlado. No le quedaban fuerzas ni para soportar su propio peso. Posó entonces la carga e intentó alzar el vuelo. Tan sólo fue capaz de revolotear como un gorrión herido. Sintió el odio bullir nuevamente en su interior. Y tuvo miedo. Se preguntó si volvería a sentir algo diferente en el futuro. Era una sensación tan poderosa, que desplazaba o anulaba cualquier otra, una tragedia de la que ni siquiera conocía bien su origen. De verdad le habían hecho daño, pero, ¿tanto? ...

            De repente  se descubrió a sí mismo recordando. Era como una lluvia ácida salpicando sus entrañas, corroyendo lentamente el blindaje de su alma hasta penetrar en ella, gota a gota, y atravesarla como pequeñas dagas desgarrando a su paso. Entonces comprendió. Sus labios esbozaron una sonrisa amarga, dolorosa como una bofetada: había olvidado  beber de las Fuentes Sagradas del Olvido, había olvidado... olvidar...

            Jamás podría ya alcanzarlas. Estaba condenado para siempre al recuerdo. Y a llorar puentes de lava, sobre el lodo, en busca de otras islas y otros seres con quienes mitigar la hiriente mordedura de la soledad.

 

 

HIJO DE LA LUZ

 

         Han secuestrado al hijo de la luz. Nos han dejado en sombra. Los esclavos que ayer levantaron catedrales como “zulos” gloriosos, construyen hoy los templos del mercado salvaje y beben de su sangre en un ritual sagrado con cada amanecer.

         Larga es la noche que comienza. Desterrados de la ciudad de la luz, vagamos sin camino ni horizonte entre los escombros que deja a su paso la cultura del miedo, de la miseria intelectual, de la desesperanza.

         Han secuestrado al hijo de la luz. Nuevamente por unas cuantas monedas. Dos mil años de Historia han servido de poco. El oro muda, el hombre no. Sigue aferrado al oro. Sigue sucumbiendo al oro.

         Desde las cúpulas de todos los templos, pregoneros de silicio dictan los dogmas del pensamiento único mientras suena de fondo una grosera melodía invitando a los hombres a vaciar sus vidas de ideología, de sentimientos, de dudas, de fe en sí mismos.

         Han reciclado al hijo de la luz. Pegatinas, camisetas, “posters”, vídeos, “compacdisk” suplen la sangre derramada. Cualquiera puede poseer unos centímetros cúbicos de su hemoglobina o una legión de leucocitos sabiamente conservados en soporte magnético o en algodón al 100%.

         El hijo de la luz yace a oscuras en el sótano del gran templo sagrado, conectado mediante fibra óptica a un asteroide digitalizado. Cotiza en Bolsa como una gran empresa y tiene asegurada su existencia  mientras produzca pingües beneficios. Engañado por unos y olvidado por todos, apenas recuerda ya quien fue. A veces abre todavía los ojos y de sus cuencas espantadas brota un hilo de luz potente y aterrador como el de un cañón de rayos láser. Y tiemblan los cimientos de todos los templos...

 

 

DESDE TU LIBERTAD

 

         Pájaro de alas rotas, soñaste que ser libre es remontar el vuelo sin atadura alguna y alejarse en el aire infinito de un claro amanecer. Te cegó el nuevo sol. Vagaste sin timón, empujado por la brisa templada del oriente a parajes exóticos, jamás imaginados desde la tierra firme de ocultos horizontes.

         Siempre tuviste miedo a las alturas. Jamás te encaramaste a la rama de un árbol. Temías la caída. Apegado a la tierra, arrastrando tus plumas a veces por la hierba, a veces por el barro llegaste un día al borde de aquel acantilado. Para entonces eras ya negro tibio, como de frágil sombra. Te quedaste a vivir al borde del abismo, sobre los arrecifes que fueron de coral un olvidado día. Aguardabas tenazmente, con precisión saética la salida del sol y acurrucado dabas gracias a un dios desconocido por el ardiente rojo de un cielo promisor : un nuevo día. Ya no esperabas más.

         Pájaro de alas rotas, te sedujo el abismo, la atracción irresistible del  vacío reclamando a diario el batir de tus alas. Te creíste capaz de dominar el viento, aquel que te traía los cantos de sirena desde el cercano mar de rocas coralinas. Y una mañana te dejaste empujar por la brisa. Hacia el oriente, donde nace la luz.

         Las profundas raíces que te unían a la tierra desgarraron tus alas. Pájaro de alas rotas, olvidaste la tierra, te cegó el nuevo sol. Quedaste a la deriva, obligado a vagar sin rumbo, a la deriva, arrastrado por el viento de un crepúsculo al otro hasta la última puesta, hasta tu caída final sobre los arrecifes que fueron de coral un olvidado día.

 

 

LUCIÉRNAGAS

 

         Nunca imaginé que las luciérnagas tuvieran fecha de caducidad. Supuse que su luz se apagaría lentamente, de la mano del tiempo, velada por las finas capas de niebla que la lucha diaria y el olvido depositan sobre todo ser vivo.

         La noche que se quedó de repente sin luz era una noche como otra cualquiera. Ningún eclipse, ni conjunciones astrológicas precisas, ni siquiera luna llena en el cielo... Nada que presagiara o pudiera servir de fundamento a tan misterioso suceso.

         La había recogido en el campo una noche de invierno, mientras paseaba por la hierba en busca de alguna mariposa nocturna, de esas que mueren con el alba, al borde de la luz. Su brillo me dejó fascinado. Pero lo que más me sorprendió fue que cantara.

         La llevé a casa, le ofrecí mi amistad y le procuré seguridad para sus crías con el fin de que pudiera conocer las delicias de la maternidad. A cambio ella iluminaba mis noches y alegraba mi vida con antiguas canciones aprendidas durante muchas vidas, destinadas  a hacer de la muerte un tránsito amable y armonioso.

         También yo le cantaba y el reflejo de su luz en mis pupilas parecía poseer destellos propios capaces de potenciar la fosforescente energía que irradiaba su vientre.

         No todo fueron flores, pero aprendimos a respetar nuestros silencios y a cubrirnos de oscuridad durante un tiempo sin que se resintiera nuestra amistad, casi diría amor de no parecer imposible el amor entre dos seres tan diferentes, tan extraños el uno para el otro.

         La noche que se quedó de repente sin luz no tuvo nada de especial. Pensé primero que alguna dolencia le aquejaba y que se repondría prontamente para fulgurar de nuevo como un astro nocturno.

         Pasan los días y todo hace creer que goza de una salud perfecta. Incluso se la oye cantar, eso sí, otras canciones, nuevas canciones carentes de melodía y de sentido que brotan de la insólita oscuridad de sus entrañas. Nunca imaginé que las luciérnagas tuvieran fecha de caducidad.

 

 

LAS MADRES HERIDAS

 

         Los niños que no van a nacer lloran por todas las madres que nunca lo serán. Úteros desolados, matrices como páramos, sin brazos, sin mirada, luchan por sobrevivir en un mundo de penes hambrientos, egoístas como la oscuridad de un ciego.

         Los niños que jamás abrirán los ojos a la luz, los niños que no nadarán ni un sólo día en el magma caliente de la tierra hecha sangre, lloran desconsolados. Lloran por esas madres que nunca lo serán. Y comparten sus lágrimas con las de otros niños muertos de hambre, de guerra, de miseria, de soledad... muertos a escasas horas de avión, a milisegundos de teléfono móvil.

         Lloran todos también por esas madres que impotentes los perdieron para siempre entre sus largos brazos de amante enredadera, esas madres que sí llegaron a serlo, aun sin desearlo porque sabían que sus hijos tan sólo heredarían hambre, guerra, miseria, soledad...

         El mundo de los hombres es un mundo de muertos, de muertos por nacer y de muertos por matar. Penes hambrientos, penes egoístas, penes ciegos compiten sin piedad por imponer sus leyes y sus credos y al hacerlo despojan a las madres de territorios fértiles donde ofrecer la vida por amor, al amparo de una seguridad para sus hijos.

         Lloran los niños, sin entender por qué la vida no puede ser como la sueñan, sin comprender la gesta de unos padres que tienen el poder para cambiar el mundo, para hacerlo habitable, y ni siquiera intentan preservar su propia sangre.

         Lloran los niños, nacidos, por nacer, sin saber que sus padres, los que lo fueron y los que nunca lo serán, hace tiempo dejaron de soñar.

 

 

NIEBLAS

 

         Era sólo un muchacho, pero la vida parecía golpearle con saña y exigirle madurar a paso de gigante. Una novia extraviada en algún punto geográfico de su cerebro, unos estudios que de repente le parecen imposibles de continuar, un empleo que no termina de aparecer, una familia que intenta comprenderle pero no es suficiente ofrecían todos juntos un paisaje desolador para su futuro, un futuro fantasmal que navegaba a la deriva por su mente, tan frío y denso como la niebla que lo envolvía aquella noche.

         Apenas podía ver a medio metro de distancia, pero conocía bien las calles y se había lanzado a deambular por ellas con la intención de ahogar sus pensamientos en aquel fluido acuoso que ahora se le antojaba una especie de líquido amniótico contenido en un útero planetario inhóspito, casi inhabitable.

         Caminaba abstraído, permitiendo a su mente vagar libremente, intentando  recuperar  aquellos viejos sueños e ilusiones con los que no hacía mucho había compuesto un bello mosaico para su porvenir, cuando de repente tropezó frente a frente con alguien.

         Se miraron fijamente a la cara, sin hablarse, y pudo contemplar durante unos instantes el rostro de un anciano, un rostro que al separarse parecía recobrar la juventud a medida que la niebla velaba sus facciones. Daba la impresión de carecer de edad. Se asustó un poco, pero entonces resonó en la oscuridad la voz tranquila y cavernosa del hombre.

         -Pareces perdido, muchacho.

         -No se preocupe, conozco bien las calles.

         -¿Estás seguro? -insistió el viejo.

         El joven miró a su alrededor, pero tan sólo pudo distinguir las tenues manchas de luz de unas farolas que podían pertenecer a una calle cualquiera de cualquier lejana ciudad desconocida.

         -Bueno, creo saber dónde estoy... -contestó al fin.

         -No temas equivocarte, pero ten presente que  existe un único camino de  retorno: es el de la Inocencia -sentenció el anciano-. Si lo encuentras, todo lo demás perderá importancia. Carecerás de edad. Nosotros, y no el Tiempo, somos nuestros propios verdugos. Sin embargo, también podemos ser nuestros mejores aliados...

         Dicho esto, el viejo continuó su camino y desapareció en la niebla.

         -¡Oiga, ¿quién es usted...?! -gritó el muchacho sin obtener respuesta.

         Tras unos momentos de turbación, quiso saber el lugar exacto donde se encontraba. Al dirigirse a uno de los laterales de la calle, reconoció el escaparate de una joyería próxima a su casa. Juraría haber recorrido kilómetros  y  sin  embargo  apenas  había  caminado unos cuantos metros.

         Se miró en el cristal y creyó ver en él una cara diferente a la suya, aunque conocida. Se acercó más aún y reconoció al anciano. A medida que se alejaba volvía a recuperar su propio rostro. Sintió de nuevo la inquietud de que éste carecía de edad. Recordó las palabras del viejo y sonrió por primera vez en mucho tiempo. Jamás olvidaría aquella noche de fría y densa niebla.

 

 

EL ORÁCULO VIRTUAL

 

         Un pueblo incrédulo es un pueblo imprevisible, que genera incertidumbre social e inestabilidad en las estructuras políticas y económicas. Es preciso proporcionar al individuo elevadas dosis de fe para que sublime esa desconfianza innata hacia quienes dirigen su destino y la transforme en respeto a la superioridad de sus líderes y a la sabiduría de los mismos para organizar la vida colectiva. Si se logra con eficacia, es decir, si se es capaz de instaurar una fuente de fe donde sacien su sed placenteramente la gran mayoría de individuos de una comunidad, tanto la clase política como la financiera pueden dormir tranquilas, pues por mal que ejerzan su labor, la gente continuará bebiendo de la misma fuente durante mucho tiempo, justo hasta que se agote, y para entonces ya les habrán abierto otra nueva si han sabido ser previsores.

         La historia de la política es la historia de la picaresca ignominiosa y del monumental engaño instituido; es la historia de la depredación de las ideas y la manipulación del pensamiento colectivo en beneficio de una minoría atareada en perpetuar sus privilegios.

         Es cierto que la mayoría de los ciudadanos occidentales vivimos hoy mejor que los reyes medievales, pero, ¿cómo viven los reyes de hoy? Ni siquiera han de abandonar su castillo para lanzarse a la conquista de nuevos territorios y tesoros por caminos polvorientos, porque manejan las riquezas del mundo y los destinos de los hombres a golpe de teclado, con un mando a distancia, desde un confortable sillón en las alturas pues han erigido sucursales de su reino en todos los rincones del planeta. Tan sólo recogemos unas monedas sueltas que se les caen del cofre en los trasvases. Nada nuevo.

         Dicen que hay una crisis de valores, pero no es cierto. Lo que hay es un sentimiento de impotencia generalizado, una incapacidad de respuesta por parte de las minorías históricas contestatarias ante el ilimitado poder del Sistema actual para influir en la mentalidad de las masas a través de los poderosos medios de comunicación que esos nuevos reyes controlan. Los jóvenes continúan pretendiendo cambiar el mundo, como siempre, y los disidentes ideológicos, las vanguardias del pensamiento continúan revisando y creando  maneras diferentes  de interpretar y explicar el mundo, también como siempre. La cuestión es que sólo se oye una voz, la voz del “Gran Hermano” transgénico ofreciéndonos la salvación a cambio de renunciar a nosotros mismos, cribando y manipulando la sobreinformación que nos proporcionan a diario, encauzando los múltiples paraísos naturales hacia un único Cielo protector artificial, tan ilusorio como el que nos ofrecieron primero, con la diferencia de que éste es virtual y cada uno lo puede retocar a su antojo, en la soledad de su habitación, mediante potentes programas informáticos de tratamiento de imágenes tridimensionales.

         El racionalismo científico introdujo una severa crisis en las religiones tradicionales de Occidente. Se pensó ingenuamente que iban a soplar mejores vientos para el pensamiento libre, pero el Sistema, siempre vigilante y necesitado de nuevas fuentes, transformó la investigación científica  y  tecnológica en un dogma de fe. Los científicos y tecnócratas son hoy los grandes sacerdotes de la nueva era, tan místicos e inaccesibles (aunque algunos se esfuercen en traducir su sabiduría al lenguaje popular) como los supuestos representantes de Dios en la Tierra. Ellos son los herederos de la omnipotencia y la omnipresencia divinas  y los nuevos garantes de la gran promesa: la Inmortalidad.

         El oráculo está servido, en virtuales parcelas digitales de silicio con vistas al Cosmos. Mientras el hombre se aleja cada vez más de su condición natural y ya no necesita de la imaginación para volar, sino le basta con ponerse un ligero casco en la cabeza y enchufarse a una máquina para visitar el Universo, los sueños de los hombres se sumen en las cloacas, tristemente olvidados, a la espera de que los deshechos que vertemos diariamente en ellas hagan saltar las tapas del alcantarillado y así poder salir de nuevo a la luz.

         Esperemos que para entonces hayamos aprendido lo necesario para recibirlos con renovado entusiasmo y a la vez hayamos conservado la suficiente dignidad como para ser merecedores de su aprecio.

 

 

PABLITO FORTUNAS

 

            Todo un tipo con suerte. Desde temprana edad comenzó a demostrarlo cuando la polio se cebó en una sola de sus piernas. Y además la derecha, lo cual fue mayor fortuna si cabe porque era zurdo de ambas extremidades, aunque en realidad nadie recordaba muy bien si ya lo era antes de sufrir la enfermedad.

            Tras un largo periodo de rehabilitación, la pierna se fortaleció y todo quedó en que le faltaban tan sólo siete centímetros para llegar al suelo, nada que no pudiera solucionar un buen suplemento de madera en su zapato. Toda una suerte, pues si bien no pudo nunca jugar al fútbol con sus compañeros de colegio, tampoco necesitaría más adelante hacerse insumiso u objetor para librarse de la mili. “Tienes suerte, Pablito -le decía su papá- no tendrás que ir a la guerra si viene otra algún día; que según están las cosas...”

            También tuvo suerte con los profesores. No estudiaba muy bien, pero todos sentían por él la suficiente lástima como para aprobarle a final de curso. Así fue como consiguió terminar sus estudios primarios a la edad de catorce años, como los demás chicos. Acto seguido, el cura de la parroquia, muy amigo de su madre, le consiguió trabajo en una zapatería, una zapatería que afortunadamente le quedaba a tiro de piedra de su casa.

            Pasó el tiempo, y de mozo de almacén y recadero ascendió a dependiente. Y claro, con un trabajo fijo aunque mal pagado, que ya escaseaba en aquellos días, no le resultó difícil que la hija de una vecina de su tía, ya en vías de quedarse para vestir santos, lo aceptara como marido después de tres meses de noviazgo. Tampoco era cosa de alargarlo mucho, porque el mozo no conocía mujer y ya había cumplido treinta años.

            Se hipotecaron en el piso que les vendió el vecino del primero, muy arreglado de precio. Toda una suerte porque el edificio carecía de ascensor. Coche no compraron, el sueldo no daba para tanto si querían tener familia. Al poco llegó el primer hijo, como consecuencia de las tediosas tardes de domingo frente al televisor, y después otro niño, éste como consecuencia de la rotura del condón, aunque al final ambos convinieron en que les vino que ni pintado porque así decidía Dios por ellos, después de llevar un año y pico pensando en tener la parejita sin llegar a decidirse debido al problema económico, como si donde comen tres no pudieran comer cuatro. En vez de la pareja se quedaron con dos varones, pero no tardarían en darse cuenta de que habían sido afortunados, pues de esa forma sólo tendrían que amueblar una habitación.

            Todo hubiera seguido su curso normal si Pablito Fortunas no se hubiera cruzado en la ebria carrera de aquel “cabronazo bacaladero” que lo atropelló frente a su casa mientras cruzaba la calle para comprar el periódico como todos los sábados antes de ir a trabajar. Porque Pablito compraba el periódico únicamente los sábados, para hacerse con el suplemento de la programación televisiva semanal. Y porque Pablito, de apellido Fortunas, trabajaba los sábados a jornada completa, mientras que el “cabronazo bacaladero” que lo atropelló trabajaba también la ruta etílica de alterne los viernes noche. No obstante, tuvo la inmensa fortuna de que la pierna que hubieron de amputarle fuese la mala. Por fin se había librado del maldito calzo y además gastaría la mitad en calcetines, pensó en un momento de lucidez.

            Con lo que no contaba Pablito Fortunas era con que durante su prolongada y penosa convalecencia le llegara un día la carta de despido de la zapatería, explicándole con otras palabras y muy amablemente que cojo sí, pero pirata pata palo no, que causaría mala impresión a los clientes.

            En otro momento de lucidez, probablemente debido a la crisis de los cuarenta que estaba atravesando, se convenció de que en realidad era lo mejor que le podía pasar. No es que el trabajo le agobiara demasiado, pero por fin dejaría de madrugar, única cosa a la que no había logrado acostumbrarse. El piso terminarían de pagarlo con la indemnización del seguro por el accidente y la pensión de invalidez les llegaría para sobrevivir sin trabajar. Qué más se podía pedir...

            Después de dormir hasta bien entrada la mañana, vería pasar los grises días del invierno desde la ventana, como si se tratara de tristes culebrones, mientras pintaba alguna tela vieja o algún recorte de madera de la carpintería de al lado. Desde muy pequeño había sentido una fuerte inclinación por la pintura, algo que nunca se atrevió ni siquiera a comentar. Y durante el verano pasearía con sus hijos por el parque cercano, apoyado en las muletas de aluminio ultraligero que por suerte le había regalado la familia del “bacaladero” con sus más sentidas condolencias.

            Pero tampoco contaba Pablito Fortunas con que su mujer, una vez restablecido, le haría madrugar “para poder hacer las camas a la hora que dios manda” y “no seas vago, vete a buscarme el pan y la leche”. Los domingos, además, “mi revistita del corazón”.

            Al principio le fastidiaba, pero después cayó en la cuenta de que ella tenía razón y era mejor adaptarse a su situación y colaborar en lo que pudiera en vez de ir de lisiado por la vida. Fue así, en ese intento de llevar una vida normal, como comenzó a liarse con los “parroquianos” en paro del bar de la esquina y a llegar a casa “entonadillo” que decía él o “como una cuba” que decía ella, aprovechando las escapadas para hacer los recados.

            Cuando ella decidió después de un tiempo darle un domingo el dinero exacto para la compra, él ya le había tomado el gusto al tintorro con gaseosa y a la conversación con los “coleguillas”. De modo que ese día llegó a casa sin dinero, sin pan, sin leche y sin revistita del corazón; pero eso sí, con una “impresionante tajada”, que dijo él. Su mujer le amenazó con “me voy de casa” y él le espetó a ella “no, quien se va soy yo”.

            Y desde entonces Pablito Fortunas vaga por esos mundos de dios, con la cuarta parte de su pensión de invalidez en el bolsillo, porque tuvo el orgullo de ceder el resto a los suyos. Y se siente más afortunado que nunca, porque a pesar de que muchos piensan que es un desgraciado mendigo, él sabe que las monedas que la gente deposita en su gorra, no sólo pagan la contemplación de sus bellas pinturas a dedo sobre el suelo, sino sirven también para lavar la conciencia de tanto y tanto hipócrita ignorante que se siente un triunfador por llevar una existencia parecida a la que él tuvo primero y que no volvería a vivir aunque al final le pusieran un lujoso estudio de pintor en el centro de la ciudad. Todo un tipo con suerte.

 

 

EL  VAGANAUTA

 

         El vaganauta posó su cosmonave sobre el último de los mundos posibles y se dispuso a explorarlo. Una pesada electromochila a sus espaldas, de la que jamás se desprendía, le recordaba que a pesar de todo el equipamiento técnico disponible, era tan sólo un hombre, limitado, incapaz de gravitar en cualquier mundo medianamente apto para sobrevivir.

         En su último viaje, otro vaganauta le había regalado, tras estrellarse su nave y poco antes de morir en sus brazos, el mapa de aquel planeta innominado, perdido en la galaxia Espérides, supuestamente cuna de los antepasados de ambos.

         Ahora caminaba lenta y penosamente en busca de sus raíces, con la esperanza de hallar allí, en el último de los mundos posibles, un lugar donde reposar finalmente tras toda una vida de peregrinaje espacial.

         Ya casi anochecía cuando llegó al borde de un precipicio inmenso y nebuloso. Ni siquiera en los días más diáfanos podía verse el fondo.

         Desde allí contempló estupefacto a unos extraños seres alados, de fisonomía muy similar a la suya, que planeaban majestuos sobre el siniestro abismo.

         No podía tratarse de sus ancestros: él no tenía alas. Pensó que todo había terminado y sólo le quedaba rendirse al descanso de la muerte, allí mismo, en las fauces de aquella sima abierta en su último camino, bajo la luz crepuscular del último de los mundos posibles.

         Dejó en el suelo su pesada carga, se desnudó y rezó una última plegaria al último dios desconocido. Fue entonces, arrodillado sobre el polvo, cuando notó que sus espaldas se abrían y daban paso a algo que brotaba de su interior...

         Jamás había volado con unas alas propias. Sintió miedo, porque había recobrado un hilo de esperanza y ya la muerte no le parecía un recurso inevitable. De cualquier modo, aquél era el último de los mundos posibles y sabía por experiencia que el camino carece de retorno. Además, sus antepasados, ahora ya no dudaba que lo eran, le aguardaban solícitos y le animaban con sus cantos a saltar.

         Y voló, torpemente al principio pero alegre y confiado después, al verse gravitar por sus propios medios, desnudo y despojado de cualquier equipaje.

         Se sintió feliz entre los suyos a pesar del vacío, a pesar de aquel espacio desconocido y oscuro tal la propia nada que continuaba extendiéndose, como cuando era un vaganauta, bajo su vuelo alado.